PARTE I
El retrato ha sido un género artístico al que se le
han exigido imposibles. En la antigüedad, las personas importantes estaban
representadas en monedas, esculturas funerarias y monumentos públicos.
A comienzos de la historia del arte, las imágenes
eran intentos por alegorizar con rasgos divinos al hombre, pero conviene saber
que el retrato, como lo conocemos hoy, se establece mucho más adelante, durante
el siglo XV en Occidente.
El progreso del retrato se daba en un entorno
económico, pues no cualquiera accedía a este género. Era una plena demostración
de poder, significaba el estatus del individuo.
La satisfacción por ser reconocido y confirmado en
una posición ventajosa, ocultaba lo que verdaderamente sucedía.
Entonces, el éxito comercial de ciudades como
Venecia, por dar un caso, hizo que los mercaderes acabaran convirtiéndose en
mecenas del arte, muy importantes para el desarrollo del retrato.
A partir del Renacimiento, mientras decaía el arte
gótico, la pintura se pone al servicio del poder, es decir, el retrato como
género predilecto de los influyentes.
Los ricos y acomodados gustaban de las
posibilidades de trascender en la sociedad e incluso, de una supuesta inmortalidad,
conferidas a través del retrato.
Claro, no todos podían pagar el exuberante lujo de
su propia imagen. Solo los sectores privilegiados y de ascenso social, como la
iglesia, la monarquía, los nobles y en algunos casos, los militares.
Estos primeros intentos de simbolizar autoridad o
una cierta influencia, abarcaron entre el siglo XVI y hacia fines del XVIII.
En sitios como España y Países Bajos, el arte
flamenco captaba al individuo, de medio cuerpo y girado sobre sí mismo, sobre
fondos neutros. Son más directos en su representación, diferente a los
italianos, quienes tomaban mayores licencias para favorecer al retratado.
Huelga aclarar que los retratos resultaban
determinantes, en la corte y fuera de ella. Constituían la imagen pública,
tanto del monarca reinante, así también como su familia. Acaso, ¿de qué forma
se enteraba la gente, acerca del rostro de un rey? Gracias a los medios, hoy
uno sabe cómo es el presidente de Honduras… En esos tiempos, no solo no había
suficiente información, a veces, el desconocer la fisonomía del poderoso, ¡significaba
la condena a muerte!
Al pintor Li
Chen le gustaba cazar mariposas y luego pintarles en las alas, un retrato de su
hermana, la hermosísima Wang Lee.
Después las
soltaba y que estos retratos voladores, viajaran por todo el imperio.
Estamos en
tiempos de la dinastía Xia, del legendario emperador Taihiu, llamado el
“perforador de cordilleras”, porque construía a través de las montañas, túneles
y canales.
Un día, Taihiu cazó una de aquellas mariposas, de alas retratadas. De inmediato, vio la belleza de Wang Lee y se enamoró.
Como era muy
poderoso, despachó ejércitos a recorrer las provincias del imperio y poder
encontrar a esa muchacha.
Pero Wang Lee
seguía sin aparecer y entonces, el emperador ordenó severos castigos a los
capitanes.
A veces, para
evitarse represalias, le traían jovencitas que evidenciaba, alguna que otra
semejanza.
Taihui se
indignaba… Se indignaba pues no existe nada más enojoso que una mujer que se
parece, a la mujer que uno verdaderamente quiere.
Finalmente,
ya perdida la paciencia, Taihui decretó la ejecución, lisa y llana, de los
capitanes, los oficiales y aún, de las jovencitas que juraban ser Wang Lee.
Pasaron los años y el emperador comprendió que los sueños, suelen no cumplirse. A pesar que sean los sueños de un poderoso.
Además,
contrajo la torpeza intelectual de solazarse, cuando algún suceso amenazaba
confirmar su dictamen.
Así, por cada
mujer que asomaba, él deseaba que no fuera la mujer que esperaba…
Quizá porque
había envejecido y prefería tener razón, antes que ser dichoso.
Una tarde,
unos capitanes le trajeron en persona, al pintor Li Chen y a su hermana, Wang
Lee.
El emperador
pensó que eran unos farsantes y dispuso sus inmediatas ejecuciones.
Mucho tiempo después, Taihui fingió creer en la autenticidad de una muchacha que ni siquiera había nacido, cuando él cazó la mariposa.
Hubo una gran boda y, mediante un mando oficial, decretó que los sueños, al fin y al cabo, pueden cumplirse.
Años más
tarde, el mando fue anulado.
Algunos hombres suelen afectar aires de gratitud poética y asombrarse a la maravilla que despierta una mujer.
Yo no entiendo así la belleza, como algo que está a
la vista de cualquiera y que, para sensibilizarse y enamorarnos, solo
necesitemos transitar el camino de la adulación.
Para mí, el encanto, aquella luminosidad que
enciende el espíritu, está velada porque, precisamente, el amor tiene para sí
mismo, el arte del descubrimiento.
Y además, ya lo he comentado a cansar, creo que una
mina no se encandila del tipo que le dedica “linda
y hermosa”, unas treinta veces por día.
No, no. Es la mirada del que sostiene pobrísimos
argumentos amorosos.
PARTE II
Durante el apogeo de la monarquía, los matrimonios
de príncipes y reyes jamás fueron por amor. Solo se establecía una conveniencia
política y asegurar la perpetuación de la dinastía.
En realidad, no era un asunto fácil porque, en la
mayoría de la nobleza europea, ya había demasiados parentescos entre sí. Era
muy difícil realizar una unión amorosa, con alguien que no fuese pariente suyo.
Entonces, lo solucionaban buscando candidatas
lejanas, en cortes de extramuros. Y para ahorrarse viajes penosos, mandaban
emisarios cuya función consistía en describirlas, con lujos de detalles y la
mayor precisión.
Naturalmente, ¡un arduo dilema! ¿Qué cosa determina
la belleza en unos y que no, para otros? Muchos pagaron con la vida, por
carecer de espíritu crítico. Por ello, lo más usual en aquellas épocas, era
hacer pintar un retrato.
El rey Felipe
V de España andaba buscando novia para su hijo, el príncipe Fernando.
Un día le
encargó a su embajador, residente en Portugal, que consiguiera un retrato de
Bárbara, la hija del rey portugués Juan V.
Terminado el
trabajo artístico, el rey Juan se arrepintió a último momento.
Le pidió al
embajador que no lo enviara porque… Bueno, porque Bárbara era muy fea.
Allí quedó el
embajador, envuelto en una situación sin salida, ¡merced a un retrato!
Por un lado,
el pedido del rey portugués, clausurando el envío y la exigencia de su rey
español, por el otro.
Luego de
pensar un rato, mandó una carta a Felipe, advirtiendo que Bárbara acusaba un
rostro muy demacrado por la viruela y que esperaba pronto su respuesta.
Felipe
insistió ver el cuadro.
El embajador
tuvo que convencerlo al rey Juan y así, el cuadro llegó a España y lo recibió
el mismo príncipe Fernando.
Ni bien tuvo
la imagen ante sus ojos, entró en una profunda melancolía.
Al rato,
nomás, Felipe entró a la habitación, quien, tras un grito de horror, quedó al
borde del desmayo.
Tiempo más tarde, el embajador regresó a España y Fernando no hizo más que volverlo loco con preguntas. Necesitaba saber si realmente Bárbara era tan fea, como el retrato le aseguraba.
El embajador,
en tono diplomático y prudente, respondió que Bárbara en persona, mejoraba su
imagen… Pero no tanto.
Pese a todo esto, se casaron. Se casaron…
En el primer
encuentro, ella trató de mostrarse agradable, profundizó en varias actividades
de la cultura, como cantar o hablar algunas palabras en alemán y francés, etc.
Mientras esto
sucedía, Fernando la observaba y con desesperación, trataba de hallar algún
encanto físico, al cual aferrarse.
Sin embargo,
muchos cuentan que se amaron.
Cuando murió ella, Fernando cayó en una oscura amargura, muy cercana a la locura.
Al año
siguiente, siguió sus pasos.
Lo que es claro, en la contemplación de retratos, es la ausencia. Y no en el hecho de la distancia, digamos, como aquel que busca, en virtud de puntos cardinales.
La única distancia, en cualquier término que desee
pensarse, es la muerte.
Por eso, la muerte es la última estación, en este mundo cubierto de nieblas. Resulta imposible esperarla, pero también de contemplarla.
Hay que tener cuidado con los retratos de los ausentes.
Esos retratos sirven más para alejar, que para
acercar al que se ha ido.
Muchas veces, nos hablan. Y nos dicen… Cuidado…
Cuidado que ya me fui.
Cuidado que ya he crecido.
Cuidado… Que ya estoy muerto.
PARTE III
Un emperador
llamado Kangxi, encargó a sus artistas que pintaran un fresco, en los muros de
su palacio.
Los pintores
ocuparon largos días y el trabajo les salió bien… En verdad, demasiado bien.
El emperador
la encontró tan buena, tan admirable y perfecta, que resolvió decapitar a los
artistas para que nadie pudiese repetir, esa obra extraordinaria en todo el
imperio.
En la pintura china no se pintaban desnudos. La academia de pintura de la universidad imperial había declarado que la visión de un cuerpo desnudo, provocaba en los artistas un menoscabo, en sus facultades.
La estética china buscaba encontrar el
sentido de la vida, por medio del arte.
Para ellos, la belleza equivalía a la armonía, a
través de la creatividad.
Era un impulso poético, el camino de los sentidos,
hacia la realización de la obra. Algo que, desde luego, no tiene un fin en sí
mismo, sino, que trasciende todo.
PARTE IV
La extraña costumbre de conocerse por retratos
estaba muy arraigada en España.
El archiduque
Carlos, hijo del emperador Fernando I de Austria, dejó varios hijos al morir.
Entre ellos, tres muchachas llamadas, Catalina, Gregoria y Margarita.
El rey Felipe
II de España, interesado en su hijo, despachó un pintor de la corte y que
preparara un cuadro por cada una.
Al cabo de unos meses, regresó con las pinturas.
Para poder
diferenciarlas entre sí, el artista les dibujó unas peinetas con iniciales de
sus nombres.
Felipe
entregó el trabajo a su hijo, futuro Felipe III, pidiéndole que eligiese.
Hubo un
problema al momento de elegir.
Felipe,
vacilaba, sopesando que tal vez el universo haga de la belleza, repartos
equitativos o acaso, que a los malos pintores, todas las caras les salían
iguales… Recurrió a su padre.
Un poco
fastidioso, obligó que volviera a su habitación y tomase un tiempo para
seleccionar prudentemente.
No obstante,
el príncipe no se decidía.
Por fin, encontró la solución… Hizo vendar sus ojos y señaló un retrato a tientas.
La
beneficiada resultó Margarita.
Claro, esta
forma de elegir consorte no le hizo ninguna gracia al rey. ¡Le indignaba la
falta de seriedad!
Entonces,
anuló aquella selección y lo casó con Catalina, la mayor de todas. Pero, al
otro día, un correo llegó avisando que Catalina había muerto.
Felipe, muy
consternado, ordenó que se casara con Gregoria, la siguiente hermanita. A los
pocos meses murió de unas espantosas fiebres.
En conclusión, acabó casándose con Margarita, aquella que supo elegir al azar.
El retrato no trataba solo la representación del individuo, sino también, entender la dimensión del personaje que ha accedido a ser ilustrado.
Desde luego, el retratado dejaba al artista, la
interpretación sobre aquello que veía. Y si bien existía una obligación de
crear una imagen cercana a la realidad, también era frecuente la idealización y
poetización, para mejorar su aspecto.
Ahora estamos en un siglo donde se intenta
comprender, la identidad del personaje representado. Pretendemos que un retrato
sea más íntimo y más evidente.
Más evidente quiere decir más mediocre y por ende,
más esquivo a la excelencia.
PARTE V
A partir del siglo XVIII, ya poco importaba la
caracterización individual del retratado.
Ahí estaban los modelos, bajo pelucas, ajustándose
a una belleza y elegancia, que parecía semejante en todas las cortes europeas.
En general, los retratos representaban los rasgos
externos, dentro de convenciones, como la conducta distintiva de la
época.
Por un lado, la teatralización, el acto de sentarse
a posar. Por el otro, el acuerdo entre el retratado y el artista.
Madame de
Pompadour fue amiga y consejera de Luis XV, rey de Francia.
Instalada en
el Palacio de Versalles, estaba encargada de ofrecer toda clase de halagos,
como obras de teatro, banquetes, bailes de disfraces, etc.
En verdad,
así se sostenían los alcahuetes en una corte.
No obstante,
no podía acceder a los deseos eróticos del rey, pero sí, presentarles diversas
candidatas.
Aún eran tiempos donde el pueblo desconocía el aspecto de sus gobernantes y además, el rey permanecía encerrado en palacio. De modo tal, las pocas mujeres que pudo conocer, lo hizo gracias a la circulación de retratos.
Y conocedora
de las preferencias del rey, Madame de Pompadour invitaba multitud de pintores,
cargados de retratos.
Un día llegó
un artista, Francois Boucher y mostró un cuadro. Luis quedó tan fascinado que
exigió conocer a la modelo, sin demoras.
Los
funcionarios averiguaron muy pronto que se trataba de una muchacha llamada
Marie.
Cuando la
condujeron a la corte, el rey la recibió en su alcoba y entre elogios y risas,
terminó por amarla.
Este romance
duró poco.
A los días,
nomás, fue alojada en el Parque de los Ciervos, una suerte de burdel privado,
donde tuvo alojadas a varias mujeres de clase humilde o desconocidas.
Allí vivían,
sin demasiados lujos y esperando que alguna vez, cada tanto, el rey las
visitara.
Tiempo después, Luis se fijó en otro retrato y Marie, pronto olvidada.
Todos nosotros hemos sido, por un rato, reinas de
Francia.
Y así nos quedamos, recordando.
Es interesante cómo algunos creen sentir
iluminadas, ciertas partes de sus vidas... Que por un lapso, esos pequeños
fragmentos, pueden iluminar, dar un sentido único, a toda una existencia.
Yo no quiero ese destino para mí. Y creo que no he
conseguido eso, tampoco. No puedo gozar de la felicidad pretérita, porque la
felicidad, es siempre presente.
Puedo sí, manifestarme dichoso, de esto que pasa
ahora. De este descubrimiento de la mujer amada. Y es posible que luego suceda
la felicidad, cuando esa víspera del amor se concrete.
Hasta tanto, uno se mantiene ansioso, activo,
expectante... Pero dichoso. Dichoso que pueda mirar al cielo y detectar ciertas
bengalas, ciertos guiños simétricos.
PARTE VI
El duque Ling
era un cruel tirano del estado de Tsin y tenía la extravagante costumbre de
cazar a sus súbditos, como si fueran animales salvajes.
Por otro
lado, estaba tan entusiasmado por las artes, que convocó a su palacio a los
mejores pintores de la región y los obligó a trabajar día y noche.
Su intención
era que aquellas obras fueran las más perfectas de los estados chinos.
Cada día, el duque inspeccionaba las pinturas, pero nunca las encontraba de su
gusto. Solo se complacía en señalar la diferencia entre las ilustraciones y la
realidad.
- ¿Por qué el ruiseñor parece más grande que el perro?
- Preguntaba con ironía.
- ¿Dónde has
visto soles verdes? ¿Por qué no puedes pintar la lluvia, con cada una de sus
gotas? Ese mandarín que se divisa en el fondo de tu pintura, ¡jamás podrá
entrar por la puerta de la pagoda! -
Muy frecuentemente los pintores pagaban su incompetencia con la vida. Con el tiempo, hizo traer al pintor y calígrafo Hui, que tenía un prodigioso dominio del pincel y el estilete. Sus obras reproducían de un modo tan fiel que, muchas veces, se confundían con la realidad.
Las abejas
solían acercarse a los jazmines que dibujaba Hui.
También
realizaba estupendos trabajos de escultura y orfebrería… Había construido una
jaula de plata, con dos pájaros de oro en su interior. Parecían tan perfectos
que los servidores del palacio les acercaban mijo para alimentarlos.
El tirano Ling, asombrado ante semejantes imitaciones, le ordenó que le hiciera
un retrato.
Hui,
apartándose de las reglas tradicionales, de la etiqueta y el dibujo, donde
recomendaban disimular las asimetrías del modelo, terminó la obra con la mayor
exactitud.
Fue tan real
que los cortesanos acostumbraron reverenciarse, frente al retrato.
Todos dijeron que los dibujos de Hui formaban parte de la naturaleza y que cualquier intento de mejora en ellos, sería una grave falta.
El sabio consejero y ministro Chau Tun, se atrevió a cuestionar esta clase de
realismo.
Una tarde,
dijo, en presencia del tirano, que el arte debe diferenciarse de la realidad,
ya que esas diferencias son precisamente las que producen placer, a los
espíritus sensibles.
Es el artista
y no la naturaleza, el que decide el rumbo a seguir.
Es el poeta y
no la flor, el que elige las palabras que serán para nosotros, una rosa.
El tirano
Ling expulsó al consejero Chau Tun de la corte.
Sin embargo,
no impidió que sus preceptos fuesen seguidos, por todos los artistas.
A partir de
entonces, para pintar una mariposa, se pintaba una joven.
Para aludir
al tiempo, se dibujaba un llanto.
Para nombrar
un diamante, se hablaba de una estrella.
Los historiadores del Estado de Tsin comprendieron aquellas lecciones y cuando el tirano fue estrangulado por un pariente, escribieron que el Arquero Celeste había clavado una flecha en el retrato de Ling y que éste, había muerto al instante.
La vida nos invita a pensar que el destino final, es el desaliento, la tristeza, porque muchas veces, nos ensombrecen las figuras del encono y la estupidez.
Estos muchachos que somos, vamos por ahí, pateando
piedritas por la vereda… Tratando de hacerle un gol, a un arco imaginario.
Deseamos poner las cosas donde deberían ir… Que los
pobres dejen de sufrir, que los miserables paguen justas penas, que las mujeres
hermosas nos den bolilla, etc.
En los libros o las obras teatrales más antiguas,
las venganzas se cumplen, pues, el héroe es abandonado en el quinto capítulo y
los villanos son encerrados en la Bastilla.
Ambos, espectador y lector, encuentran esa
satisfacción, que es saber el destino final de las cosas.
Bueno, en estos tiempos no ocurre… Morimos sin
bendecir a quienes nos ayudaron, deudores de cuentas y amores inconclusos, los
canallas quedarán impunes, etc.
El mundo está muy desquiciado. Y en medio de tantos líos y maldades, que resulte posible de revelar el nombre del ser amado, bueno, merece celebrarse.
La existencia de la alegoría, aquello que pasa por
el corazón del artista hacia el universo, le da un nuevo y mejor sentido, al
espíritu y al razonamiento.
Sin embargo, hay un engaño cósmico que nos lo
impide o al menos, intenta evitarlo.
Nos hablan de que el goce es finito y lo perpetuo
está más adecuado para las condenas, que para los disfrutes.
Mire, no conviene presentarse con esas verdades. El
amor siempre condena y no está mal que así sea.
En verdad, nadie sabe cómo es la obra final… Yo
estoy esperándola.
En algún momento, llegara una mujer sin pasado. Y eso es una señal.
Tal vez, una señal del fin del mundo… Que todas las
ligaduras serán desatadas, que todos los sueños alcancen la cúspide de su
realización… ¿Quién sabe? Pero sobre todo, que las señales no sean otra cosa,
que las más bellas de las señales.
PARTE VII
En el pensamiento griego, las pinturas, con
carácter más bien iconográfico, iban desde la mitología, hasta los asuntos
cotidianos.
Había una clara tendencia al erotismo, sin tapujos,
como una parte más de la vida.
Recuérdese que los griegos andaban desnudos en el
gimnasio y casi desnudos, en la calle.
Los chinos, por el contrario, sostenían que el
cuerpo humano era algo desdeñable, vil y que convenía ocultarlo completamente.
Hoy nos encaminamos a la captación psicología del
retratado o lo que pudiese estar pensando.
Sin embargo, tal vez sea cierto esto… El
descubrimiento en el retrato tiene su goce cuando, además de su aspecto
general, existe una historia y una colección de ideas, de recuerdos, de
vivencias, de ocurrencias, de temores, etc.
Todo eso realza una complejidad, que es el otro.
Siguiendo esos rumbos, será mejor para el amor, no solo disfrutar de lo que está a la vista, sino, de todo lo demás.
El goce será mayor, si una mujer, además de
ser deseable por su aspecto, tiene unas complejidades que le gustan.
¿De qué forma maneja sus ideas, para hacerlas rimar
con los deleites del amor y cómo influye el espíritu en el cuerpo?, se
pregunta.
Bueno, si uno tiene la suerte de que el espíritu, haga
honor a lo evidente, estamos ante un placer que no debe perderse.
Usted quiere ver si esta belleza, en una de esas,
puede emocionarlo, desde otros foros.
No desde un simple deseo y una asociación de
preferencias y luego ver cómo reacciona una mujer, sino, que exista una sólida
interacción, entre sus movimientos y lo que despierta ella.
Después de todo, los buenos enamorados deben ser
proteicos y sostener al otro, todos los días.
En el sufrimiento y en la dicha, no solo en el
registro civil o pidiendo garantías económicas.
EPILOGO
Cuentan que
un pintor de la dinastía Tang, soñó con una mujer y la pintó desnuda.
Le gustó
tanto aquella figura retratada, que se enamoró por completo.
Y se enamoró
con tanto ardor, con tanta pasión… Que una noche, la mujer salió del cuadro, ¡convertida
en un ser hermoso, de carne y hueso!
Desde aquel día, ambos fueron felices.
Esto es un procedimiento inverso al habitual, digamos, es el artista quien lleva a la mujer real a la tela… En este último caso, ha sido al revés… De la tela, sale una mujer real.
Siempre la mujer amada tiene algo que hemos pintado
nosotros.
Algo que hemos imaginado nosotros.
La mujer amada siempre va vestida, bella y cautiva,
con una nota musical, una pincelada o un pensamiento nuestro.
El conocimiento artístico de una obra y también de la mujer amada, es un juego de revelaciones y ocultaciones.
Para llegar a lo más valioso y recóndito, no hará
falta esconderlos, pero tampoco acentuarlos.
Será necesario ocultar algo valioso, para revelarlo
en el momento oportuno.
Finalmente, lo que uno es, en una seducción, en un retrato o en un poema, ni usted mismo lo sabe. Y está bien.
A lo mejor, el recurso artístico de pensar en un
poema sea falso… Pero es un poema.
Lo ha construido y mantenido con su alma, con su
esfuerzo o con lo que fuere.
¿Qué sé yo si ha sido falseado?
¿Quién sabe la esencia última del universo?
Quizá la mujer que ahora lo hace feliz, en un
principio, resultó ser la apariencia de otra cosa... ¿Y qué me importa? ¿Qué me
importa?
En lo más eclipsado de mi locura, ella es la musa, pero también la mujer de mi vida. Eso es muy importante para mí. La amo por todo esto y no existe ninguna otra, por encima.
Dedicado a los que buscan el rasgo final de la musa y los que riman sus alegorías, en los pequeños detalles artísticos del otro.
NACHO
27/7/14