PARTE 1
Al afirmar que el arte es tragedia de lo
enigmático, Nietzsche propone cuestionar lo que parece incuestionable… El arte
jamás niega la realidad, sino que la refuerza, la corrige.
Sin embargo, a veces suponemos estar delante de una
paradoja, como si el sufrimiento y el arte fuesen distintos.
Durante el Renacimiento italiano, el poeta
Francesco Petrarca escribió alguna vez, “bendito
sea el día, el mes y el año y la estación, la hora y el instante y el país y el
lugar donde fui preso de los dos bellos ojos que me ataron…”
Mientras regateaba en un mercado de Florencia, vio
a una mujer muy bella. Y aunque pronto se perdió entre la multitud, a partir de
aquel momento fue la construcción poética de su vida.
Robert Graves dice que las sensaciones ante la
otredad, tienen negación y fascinación. El primer movimiento del ánimo, según
Graves, es echarse hacia atrás. Hay un otro que nos repele, como si se tratase
de un abismo. De inmediato sucede un movimiento contrario… No podemos quitar
los ojos y nos inclinamos hacia el fondo del abismo.
El vértigo de caer, de perderse, de ser uno con lo
otro, es el símbolo de vaciarse y ser todo. Es un efecto sobrenatural, similar
al peso de la muerte… Uno renuncia a sus fuerzas y se olvida de sí, porque la
presencia del otro me resulta extraña y sin embargo, eso que parece repelerme
del otro, también me atrae.
¿Por qué decimos que el amor tiene que ver con la
otredad del otro?
La fascinación sería inexplicable si el temor ante
la otredad, no estuviese teñida por la sospecha de que nuestra identidad, está
ligada en principio, con lo extraño y ajeno. Y así como pensamos que la
inmovilidad es caída, la presencia, ausencia y el temor, atracción, la
experiencia de lo otro, culmina en la experiencia de la unidad.
Es decir, los movimientos contrarios se implican...
En el echarse hacia atrás, ya late el salto hacia adelante. El precipitarse en
el otro se presenta como un regreso hacia algo de lo que fuimos arrancados.
Y no hay más dualidad, porque somos uno. Damos un
salto mortal, para reconciliarlos con nosotros mismos. Y mejor aún, hasta dar
con la otredad del otro.
PARTE 2
Rara vez el mundo se nos revela, en sus repliegues
y abismos, una suerte de teofanía o aparición divina.
Todos los días cruzamos la misma calle, saludamos a
los mismos vecinos, etc., hasta que un día tropezamos con otros sitios y otro
mundo, se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra, porque
al desconcierto le sucede el recuerdo… ¿Cuántas veces habremos sido Petrarca,
buscando a la amada, en medio de la multitud?
Nos parece recordar algo y quisiéramos volver allá,
a ese estado de felicidad que espera el Fausto de Goethe. Y cuando sentimos
eso, es la sensación del otro que regresa a nosotros.
Los estados de confusión y reconocimiento, de
negación y fascinación, de separación y reunión con lo otro, son también
estados de soledad y comunión con nosotros mismos.
Aquel que está a solas consigo, aquel que se basta
en su propia soledad, no está solo... La verdadera soledad consiste en estar
separado de su ser, en ser dos. Estamos solos, porque todos somos dos. El
extraño, el que es otro, es nuestro doble.
Una y otra vez intentamos asirlo. Una y otra vez se
nos escapa. A veces pareciese no tener rostro, ni nombre, pero está allí
siempre, agazapado… Cada noche y por unas cuantas horas, vuelve a fundirse con
nosotros. Y cada mañana se separa.
¿Acaso es un hueco, la huella de su ausencia? Hace
poco dije que la belleza de una mujer me había robado el día, pero su ausencia,
el indescifrable y oscuro silencio de la noche.
Por eso me parece que el silencio, con el tiempo,
multiplica la angustia. Uno ama más en la ausencia.
Así que es inútil huir, aturdirse, enredarse en las
ocupaciones y los placeres mundanos… El otro está ausente. Ausente y presente.
Hay un hueco y un abismo a nuestros pies. Y el hombre anda desaforado,
atormentado, buscando a ese otro que es él mismo. Y nada puede volverlo en sí,
excepto un salto mortal, que es el amor, la imagen, la aparición del otro.
Claro, se trata de una aparición divina y nuestras
emociones nos paraliza, en la duda entre avanzar y retroceder. Tal como les
pasaba a los griegos con los dioses olímpicos… El cuerpo, los ojos, la voz de
la diosa nos hacen daño, pero al mismo tiempo nos hechizan.
Nunca habíamos visto nada semejante y acercarse a
ese otro, es perderse en lo desconocido, a lo ajeno, pero, asimismo, es
alcanzar algo muy nuestro.
El amor nos suspende, nos arranca de nosotros
mismos y nos arroja a lo extraño por excelencia… Otro cuerpo, otros ojos, otro
ser. Y solo en ese cuerpo, que no es el nuestro y en esa vida que es ajena,
podemos ser nosotros mismos.
Ya no hay un otro, ya no hay dos... El instante más
completo del enamoramiento, el de la plena enajenación del yo –como diría
Hegel- comienza a partir de la desapropiación, por la otredad del otro.
Solo gracias al conocimiento de la otredad, existe
el verdadero amor.
La comunión del amor es el salto que pretende
llegar a sus orillas, sacándonos de nosotros mismos, extraviándonos para
siempre.
PARTE 3
En el encuentro amoroso, en la imagen poética y la
inteligencia, hay solo una revelación que nos conjugan, como la sed en la boca,
en unidad indivisible.
Los contemporáneos se remiten a decir que el
hombre, solo es temporalidad. Yo creo más bien que el hombre se imagina y al
imaginarse, se revela de todo. Y en esa revelación, conviven arte y
pensamiento… ¿Pero qué cosas nos están revelando?
Petrarca reconstruye a Laura desde el arte, aunque
sabe que está perdido. ¿Por qué? Porque hay ausencia de lo divino. Y ese estado
parcial, en “el estar” y “el no estar”, es lo que eleva la experiencia del
poeta.
Del mismo modo que algunos de nosotros, la vida de
Petrarca permanece atrapada en las encrucijadas, ya que la mirada del amor,
tiene una red que aprisiona. Aún sabiendo el hallazgo, nuestros corazones están
perdidos, ya que no podemos vivir sin el otro. Y al final nos apartamos del
mundo, nos alejamos de los demás y también de nosotros mismos.
La soledad existe, solo porque existe la ausencia y
que convivamos con esa angustia, hace que nos abstraigamos y reformulemos a
cada segundo las verdades que rodean, intensamente, todo ese desborde y
misterio. Es el amor por una mujer, que un solo estilo artístico o un solo
pensamiento, resultan insuficientes para expresar su belleza, casi etérea
e inaprensible.
Nos queda la sombra de una enorme duda… ¿Habrá
existido realmente Laura o fue acaso, una visión artística de Petrarca?
Por lo pronto, el nombre de una mujer cobra
sentido, una vez responde a la alegoría de lo divino. Quiero decir, acrecienta
la teoría del destino… Un dedo nos está señalando lo inevitable, lo que promete
estar reservado, solo para nosotros.
A lo mejor se trata de una justificación poética,
ya que todo hallazgo divino, tiene su origen e interpretación en las musas.
Bueno, sí, pero la musa es siempre la mujer amada.
Es posible deslizar una nueva virtud… El amor tiene
algo de espectral y como tal, arrojados a la existencia, cobran cierta
autonomía, exteriorizándose, objetivándose en el plano de la realidad.
Mientras usted termina de leer, le cuento que la
brisa de una musa ausente, atraviesa mi ventana.
Nacho 27/1/17