Amores del pasado



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Antes de convertirse en sacerdotisa, la Sibila de Cumas fue una mujer muy hermosa. Hija de Teodoro y una ninfa, de pequeña reveló sus dones para profetizar en verso y así fue como se encargó de formular los oráculos en el templo de Apolo.

La Sibila vaticinaba en una cueva, franqueada por la distancia de una galería. A su vez, por otras tantas, donde apenas filtraba la luz solar.
Para dar el veredicto o una predicción, utilizaba cien voces distintas, que eran transmitidos a través de unas aberturas laterales.

Pero las cosas empezaron a complicarse cuando la vio nada menos que Apolo. Y el dios solar se enamoró de ella. 
Apolo accedió a concederle cualquier deseo y entonces, la Sibila pronunció la inmortalidad. Efectivamente, le concedió la vida eterna, pero sucedió que había olvidado pedir juventud. Al fin y al cabo, un olvido nada menor.

El caso es que la Sibila realizó una nueva exigencia, solo que esta vez Apolo reclamó algo a cambio… Le daría juventud a condición de que entregase su virginidad, pero la Sibila no consintió, pues la consideraba de gran importancia.
Pronto llegaron las consecuencias… Mientras envejecía su cuerpo, la Sibila empequeñecía y secaba. Finalmente la encerraron en una jaula para pájaros, en las oscuridades del templo.

Abrumada por una existencia en permanente deterioro y contrariada por haber olvidado solicitar la belleza a perpetuidad… La Sibila de Cumas llegó a vivir alrededor de 900 años.
Cada tanto, los curiosos la oían quejarse en un penoso deseo… Y aquel deseo era la muerte.

La Sibila no pudo conocer su propio destino -y en su afán de corregirlo- quedó atrapada en una imposible huida hacia el pasado.

El pasado está alejándose a la velocidad de las estrellas, pues hoy resulta complicado el acceso a sus formas. Miles de recuerdos alojados en lo más secreto de la memoria, son erosionados de la conciencia, como mensajes escritos en la arena. Y si no, ¿quién está en plena facultad de acordarse algo que ocurrió hace 15, 20 años atrás?   

En algún punto, los recuerdos están atravesados por la creatividad, amueblamos nuestras historias al igual que los autores de libros escriben sus capítulos. Lo que pasa es que ninguna realidad permanece fuera del tiempo, pero el hecho de que la memoria sea selectiva, invalida el afán de recordarlo todo. Además, si fuese sencillo no olvidarse nada, no tendría lugar la alegoría en el relato.
Nótese que cuando alguien quiere abordar un momento, siempre es realizado a partir del presente. El pasado excede tanto, pero tanto, que no deja de ser un horizonte abierto y de profunda inestabilidad.

El presente es una fisura que separa la memoria del pasado -y al mismo tiempo- un pasado ambiguo, porque está reinventándose a cada rato.
Por supuesto, la coexistencia de ambas instancias haría saltar los fusibles del universo. No habría distancia entre pasado y presente, sino una disolución caótica del tiempo. Una línea recta que proviene del infinito y que hacia el infinito se desplaza.

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El tiempo oscila y produce movimiento -y por ende- genera diversas concepciones. Pero las cosas recordadas difícilmente coinciden en su real dimensión. En tal sentido, la carencia establece un deseo a la justicia, a la poesía. De este modo, la memoria se asemeja a un dispositivo redentor, un mecanismo encargado de reparar las historias, corrigiendo y embelleciéndolas, a partir del momento que lo indique la necesidad.  

Resulta extraño pretender que nuestras historias sean absolutas, cuando la forma de narrarnos a nosotros, está sujeta a una colección de interpretaciones. Nadie recuerda la totalidad de su vida y no ve allí una carencia.
Es más, a veces contamos segundas, terceras y cuartas versiones de un mismo hecho. Y esto revela la intervención de toda una dialéctica, entre el paso del tiempo y nuestros propios cambios. 

Nuestra memoria funciona dentro de una enorme ambigüedad, en torno a ese misterioso vértice que nos hace ser conscientes de quienes somos, pero también de quienes pudimos haber sido.
Entonces, antes que pensar la relación de mi yo en la sociedad, es un yo que subyace a todos mis actos. 
Pregúntese, ¿hay un mismo yo, delante de los diferentes acontecimientos que padecemos? ¿Somos iguales a cómo nos recordábamos, por ejemplo, en la infancia? Somos y no somos.
La memoria está básicamente en aceptar una impresionante paradoja… A cada rato somos otros, pero también los mismos.

No obstante, el hombre moderno vive tratando de causar buena impresión. Su principal desvelo es la aprobación ajena.
Tenemos una cultura que consiste en menospreciar la inteligencia y en su lugar, deleitarse solo con lo que los ojos permiten ver… El envase antes que el contenido. El cuerpo antes que el alma y la inteligencia.       

La memoria nos habla y ese acto nos transforma. Cada paso que damos es una reinvención del pasado. Y aun así, lo que pasó, pasó y todo lo que diga ahora, ya es otra cosa.

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Una tardecita de febrero, entre mates y ricas facturas, leí un artículo en la web acerca del recuerdo de los viejos amores.
El autor de la nota opinaba que el amor del pasado es un faro que guía hacia el futuro, es decir, sirve para construir entre lo que deseamos y no deseamos afectivamente con otra persona. ¿Se entiende?

Ahora, ¿qué hay de cierto en ello? ¿Por qué recordamos un amor del pasado? ¿Hay algo determinante, señalando el destino de los afectos? ¿Es posible amar a futuro? ¿Cuál es su relación con el presente? ¿Revalida el camino del amor o del odio, en la convivencia diaria? ¿Y si el recuerdo fuese solo una idealización que hacemos para tranquilizarnos? ¿Conviene mantener cerca a las ex novias?   

Empezamos desde el final… ¿Cuánto debe esperarse el regreso de un amor? Un clarísimo ejemplo es la Odisea de Homero y la espera que debió afrontar Penélope… Su esposo Odiseo tarda 10 años en volver a Ítaca y cuando lo hace, su aspecto es la de un vagabundo. Un desconocido. Un fantasma que nunca termina de corporizarse.
Y encima, como si esto no fuese lo suficientemente angustiante, los pretendientes aprovecharon su ausencia para disfrazar una supuesta amistad con Penélope, pues deseaban suplantar la ausencia de Odiseo.

La fidelidad amorosa presenta el drama de la variabilidad. El hecho de ser inconstantes suscita una mala noticia para cualquiera, pues uno espera que a su pareja la invista un apetito de eternidad, o sea, desea que alguna relación le dure para siempre.
Y claro, ¿quién está en condiciones de ofrecer garantías, sobre algo tan inestable como el amor? No alcanza con tener voluntad, ser respetuoso y obedecer las preceptivas que existen alrededor de la convivencia.

El escritor Roland Barthes asegura que el enamorado construye alrededor del amor, es el poeta del vínculo. Difícilmente sea artífice de su culminación, pero si esto ocurriese, el enamorado prefiere creer que el ser amado no ha desaparecido, sino imaginarlo alejado en un mundo diferente.
Barthes añade que toda renuncia al vínculo supone un desprecio a la esperanza. Las esperanzas siempre corresponden al sujeto que se queda.
Por lo cual, donde hay esperanza, hay una espera. El enamorado rema lo que sea necesario remar. Y no importa qué situación tenga adelante. Por eso las esperas amorosas, acaso las más importantes, suelen ser poéticas.
Amar es saber perdonar sin difamaciones, sin reclamos, sin andar controlando por reloj la demora del otro… Precisamente, amar es ir contra uno mismo.

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Lo malo de una espera, es la inmovilidad del otro, es decir, desaparece por completo, sin dejar ninguna clase de señales. Dicha ausencia desacelera la ansiedad del enamorado. La apaga.
Y entonces, hay un diálogo permanente con el ausente, a través de la evocación. Reúne cada uno de los instantes vividos y los analiza minuciosamente. Trata de entender los motivos del ausente, de la misma forma que los detectives reúnen pistas para esclarecer un caso.

El regreso debe realizarse con rapidez. Que el otro regrese más o menos pronto. Tampoco muy pronto, porque hay que resistirse un poquito. Si regresase a la media hora, nuestro llanto saldrá un poco teatral, fingido, más para cumplir con los requisitos básicos de la tristeza.
Conviene que regresen a la semana. A más tardar, un mes después. De ese modo estará convencido que lo aman realmente. También para no difamar, que es lo que suele hacer el abandonado… Se indigna en el rechazo. Produce toda clase de menosprecio y acaba por asumir el rol menos seductor del mundo… El de la indignación.
El amante indignado sabe que no tiene salvación y entonces siembra un rencor hacia aquel que lo ha abandonado o rechazado. Genera un odio oculto, que tiende a durar una vida entera.

Creo en el regreso diligente, generoso, llenos de intensidad, porque incluso evita las consecuencias jurídicas del rechazo. Digo, para ahorrarse discusiones y peleas inútiles con amigos, parientes o compañeros de la mujer amada.

En las afueras del pueblo de I Shi, justo al pie de una montaña, se alzan unas estatuas misteriosas.

Los nativos de I Shi cuentan que un soldado enamorado marchó a una guerra en tierras lejanas. Cuentan también que su novia fue a despedirlo, al pie de aquella montaña. Con lágrimas en los ojos vio alejarse a su amado, perdiéndose en el atardecer.
Sin embargo, permaneció allí durante largas horas. Las horas hicieron días y los días fueron meses… Finalmente, la espera convirtió su delicado cuerpo en piedra. Tal vez lo mismo ocurrió con su esperanza de volverlo a ver.

En los años siguientes, en ese mismo sitio, otras personas resultaron petrificadas por despedirse demasiado. Hubo quienes pudieron huir a tiempo, aunque con el corazón endurecido para siempre.

Los vecinos de I Shi advierten que no debe despedirse a nadie al pie de la montaña… El que lo hace, no vuelve a ver jamás al que ha partido. 

Aquí entrevemos mucho más que eso… Todos los amores pasados son I Shi. Nadie vuelve a ver a la primera novia que se ha ido. Todos sus recuerdos son falsos y todos sus olvidos son definitivos.

¿Sabe por qué las ausencias deberían ser breves? Para que no se olviden de nosotros. Como un enunciado de la termodinámica, el olvido invade y lo corrompe absolutamente todo.

El olvido no solo nos aniquila de los sitios en los cuales fuimos dichosos. También de personas que al nombrarlas, nos daban alguna esperanza. Mejor aún, iluminaban nuestra vida.

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El pasado clausura la existencia de algo y eso angustia. Angustia que haya un cierre. Con el recuerdo ocurre lo contrario, es la manera clásica de mantener vivas las historias.
Por su parte, Lord Byron dice que la evocación causa tristeza y la forma clásica de aliviarla, es transmitir sofisticación a lo que quiero contar. Vestir un relato con nuevos matices.
A fin de cuentas, si cada recuerdo supone una escisión que hacemos sobre nuestros relatos, cabe averiguar si en el fondo, todo recuerdo no refiere a una resistencia contra el presente.  

Anamnesis es un término griego que significa abordar el conocimiento pasado, para recuperar al hombre del presente. Básicamente, es la capacidad del alma para recordar los conocimientos que olvida, una vez que ingresa a un cuerpo nuevo. 
Platón lo considera fundamental en tema de la reencarnación, aunque no consideró que usurpar un cuerpo, implica olvidarse el señor que fuimos.
Quiero decir, para lograr una metamorfosis perfecta, es preciso la carencia de memoria. De lo contrario, es una cuestión de sustituir al otro, tal como la mayoría de los mitos clásicos.

Cada retroceso en el tiempo es un intento por modificar lo que no está sucediendo ahora. No solamente en el amor de pareja, en cualquier aspecto.
Desde luego que sería fantástico atravesar las barreras temporales y retroceder al almacén de barrio, las noches de carnaval, el juego de la botellita, la casa embrujada, etc. Pero uno ha cambiado y lo que es peor… También las reglas del universo.
A pesar de ello, existe la buena noticia del arte. El arte opera a partir de la historia que nos dan a conocer y en cada una de sus combinaciones posibles. Entre lo que fue y lo que podría haber sido.

¿Qué motiva recordar los amores del pasado? Sobrevivir a la tragedia constituida alrededor de un fracaso amoroso. El temor a fracasar con una nueva relación, provoca un escenario amueblado con los mejores momentos vividos en el pasado.
En el instante que a una persona la catalogamos como inolvidable, las demás son portadoras de destinos, en fin, un poco inferiores. Presiente que nadie estará a su altura. Ha colocado a una persona tan arriba, que no cuesta conjeturar lo difícil que será su olvido.
Por lo tanto, en la medida que lo inolvidable construye alrededor del otro, una excelencia y un misticismo romántico, impide pensar que lo que podría pasar ahora, quizá alentaría a mejorar cualquier situación vivida en el pasado.

El paso del tiempo invita a reconocer lo limitado que resulta acceder al pasado, pero también de lo que supuestamente precisamos en el presente. Y ese es un problema.
Acaso, ¿no existe posibilidad de renovar aquella dicha en otra persona? ¿O la dicha es un término absoluto, propio de un sujeto en particular y entonces el otro que conozca, tiene la imperiosa obligación de cumplir con mis expectativas?  

A partir de las necesidades consigo anticiparme y visualizar qué quiero hallar en un otro y así construirlo a medida. Sin embargo, me gusta pensar en el encanto de la poliorcética… El otro llega desde afuera, invade y descoloca.
El otro es el inicio de una revelación, no estaba prevista de ningún modo. Los espacios de la memoria se alumbran, son revolucionados cuando alguien nos desordena.
No es que no existe el pasado, no, no. Hay una resignificación. Como si toda nuestra vida pasada hubiese sido apenas una preparación para conocer a esa persona. Guarda con eso.  

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Para escribir una buena historia de amor hay que resistir la tentación del recuerdo y comprender que nadie tiene ganas de repetir el pasado, sino más bien transformarlo. Y no concebirlas con características similares a un amor que pudo haber dejado marcas imborrables.
Hay amores que arrastran muchos años. Demasiados. A veces, una vida entera. Y el hecho de considerarlos sumamente relevantes, tienden a opacar una relación que podría surgir ahora mismo y causar que se le antoje… Bueno, usted ya sabe, un poquito mediocre. Mediocre porque es predecible, elemental en sus aspiraciones.  

Es imposible estar parado en un sitio y en otro, simultáneamente. Coleridge tenía razón al decir que hay que aprender a amar desde la ingenuidad. Tal vez ningún desencuentro sea el resultado de una casualidad…
El universo traza sus propias posibilidades. Colabora detrás de los efectos, dibujándose a sí mismo. A cada rato. En cada silencio y con cada eterna ausencia. Estamos envueltos en una irremediable expansión. Vamos modificándonos segundo tras segundo, poniéndole el pecho a la adversidad.

Vivir el presente supone entender que somos herederos de las cadenas temporales, del espacio y su lógica… El que vuelve sobre sus pasos y tropieza con veredas y plazas que no recuerda haberlas visto durante la niñez, pronto se da cuenta que está condenado a las estructuras del progreso. 

Asimismo, existen decisiones tomadas. Que nos hayan soltado la mano, ya no es un capricho de la termodinámica… Las antiguas novias son estrellas que cuestan situarlas nuevamente en el firmamento. Desaparecieron del cielo.
A lo mejor explotaron hace miles de años y todavía no lo sabemos y que ahora sus imágenes se presenten borrosas, imprecisas, explica las fuerzas demoníacas que ejerce su indiferencia sobre nosotros y el universo.

Yo soy un convencido que frente al desamor, no queda más salida que el olvido. Es inútil insistir donde ya no nos quieren. Por mucho que insista, por mucho que obsequie, por mucho que jure haber cambiado, no existe nada que haga torcer o modificar una voluntad que ha sido tomada.
El desamor desgarrada porque el alma del enamorado comienza a desaparecer del maravilloso paraíso en el cual lograba sentirse fundamental, único e inamovible. Desde ese momento, viene la intrusión, la violencia, el acoso, porque muchos hacen lo imposible por resistir tal condición. Perdonan cualquier cosa… Deudas, pequeñas mentiras, que le revisen las cosas, lo que sea. Pero no rechazos.

El secreto está en saber interpretar las señales del destino. Para distinguir ciertas verdades es fundamental estar algo chiflado, ser un poco mago, vivir lo más desordenado posible.
Las novias que han dejado de amarnos y se extravían en el pasado, no hacen más que enfatizar una que aún no es, pero que ha nacido para destronar a todas las anteriores.

Cada quien es dueño de decidir sus estrategias. Parte hacia Troya y desata una guerra. O sigue alimentando una pasión que ya se ha extinguido, del mismo modo que los dinosaurios.   

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El ser humano carece de medios que proporcionen la posibilidad de desplazarse hacia atrás y traer de regreso a una novia, a un familiar o a un amigo de la secundaria.
En su lugar, la mente arregla el escenario, selecciona los personajes y determina las circunstancias, porque la vida humana está esparcida sobre el tamiz de la memoria y una de sus funciones, consiste en transformar el presente.

Por lo cual, no significa que lo que haya sucedido, no haya sucedido. Justamente, lo que ocurrió, ocurrió. Lo que pasa es que al momento de acceder al pasado, interviene el presente.
Somos una historia que está reinventándose a cada instante y su enlace con el pasado, es un modo de reinventarnos en el presente.

Yo creo que el recuerdo subsiste en tanto se idealiza al otro y entonces, discutamos de una vez las consecuencias que produce la idealización, pues sus efectos suelen ser devastadores.
Desde luego, podrá objetarse que hay formas de recordar un amor… Como el mejor de los paraísos o el peor de los infiernos. Y aun así, me parece que todo vínculo no deja de ser una cuestión de matices, pero que más tarde son pulidos y descartados hasta lograr que el otro influya en aquello que pretendo que ese otro sea.

El ideal anula la probabilidad de conectar con lo diferente -o lo que es igual- evita la enojosa tarea de perder el tiempo relacionándose con alguien que usted no desearía ni por asomo.

Este modo de conocerse con el otro, siempre fracasa desde el vamos, así que lo diremos de una vez… La idealización elimina tener que plantearme quién demonios es el otro que se presenta ante mí.
Si me alcanza que el otro sea lo que yo quiero, deja de haber un otro. No hay otro. Soy yo mismo, puesto sobre el otro y no conecto. Pero si el otro es totalmente distinto a mí, tampoco tengo manera de conectar. ¿Y entonces?   
El ideal conecta con lo que uno espera del otro… En consecuencia, el otro nunca es quién dice ser, sino una construcción que promete calmar y resolver nuestra propia carencia.

Es interesante cómo la idealización obstruye el acercamiento de lo diferente. Ni siquiera referido a la coincidencia de opiniones y compartir gustos similares, porque eso no quita que el otro sea diferente.
Lo peligroso del ideal es que despierta actitudes plebeyas. Y el amor sucede o no sucede, tan simple como eso. No es una apuesta como prefieren llamarlo algunos. ¡Dios mío! Como si el otro fuese un plazo fijo. Solo los imbéciles apuestan, porque el amor no es ganancia. Lo sería en el caso que busque priorizarme, si antepongo mis condiciones antes que las del otro. 
No obstante, en el amor no hay condiciones. Precisamente, si las hubiese, entonces estoy preservándome. Estoy negociando mi tranquilidad con el otro –pero, ¡ay!- el amor es un acto de locura.
Ni salgo ganando, ni me sosiega. Al contrario, voy en contra de mí mismo. La prioridad es absolutamente del otro. El amor es el otro.

El otro estremece mi voluntad, no es algo que puedo controlar. Durante el enamoramiento, nada puede resultarle indiferente… Su presencia, impacta y su ausencia, desgarra. 

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A medida que avanzamos, aparece el otro. Envuelto en un vértigo, como inaprensible a la razón y sin embargo ahí está, denunciando su percepción.
Eso inquieta. El amor es inquietante al conocimiento, porque uno quiere conocer al otro.

Ahora, es un saber no remitido en averiguar cuánto mide, a qué hora se acuesta o cuál es su cantante favorito. No, es el encuentro con un saber más profundo, más minucioso… Usted quiere navegar a través de todos y cada uno de sus átomos.
Por eso angustia el amor… Uno precisa mil vidas para conocer al otro. Y esto revela por qué no nos relacionamos con las emociones, del mismo modo que se comparan los precios de los lavarropas.

Me parece que cualquier indicio del otro, es previo a su definición enciclopédica.
Reitero, el otro viene y desborda. ¡Y agárrese! Así que no estoy tan seguro que haya que asistir primero a la facultad y prepararse luego, en caso que le vaya a suceder el amor. Al revés. Su irrupción descoloca y enciende las alarmas del conocimiento.  
Pero, fíjese… Haga lo que hiciere, usted sale perdiendo. ¿Sabe por qué? Porque amar es ceder lugar al otro. Duele amar porque estoy dejando que me invadan las diferencias.
Parece una mala noticia y no lo es... Después de todo, el acceso final a la otredad es casi divino, ya que siempre resulta imposible.  

Aquí en el blog postulamos lograr un punto intermedio, es decir, que la diferencia del otro no sea abrumadora, pero tampoco que su semejanza implique quitarle particularidad.
Se trata de pactar un acuerdo por el cual, la relación no esté teñida por la ventaja de uno u otro.
Probablemente ciertas vecindades reconforten, pero es el otro quien invade y transforma con su diferencia. El otro tiene que transformarme o si no, hago del otro una relación de comodidad.

Perder no significa habilitar el sometimiento y la cosificación. No, no. Significa abrirme y dejarle espacio a su propio crecimiento y a mi conocimiento del otro… Amar es un deseo de aprender a entender lo incomprensible. Nada más, ni nada menos.

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Solamente desde el presente es posible resignificar nuestra historia. Claro, pero siempre lidiamos con el olvido.

Ovidio cuenta la historia de Pomona, una ninfa del Lacio.

A ella le gustaba salir a cazar jabalíes junto a Pico, pero una mañana la poderosa maga Circe vio a Pico y quedó prendada. Ahí nomás aplicó un hechizo para desorientar al séquito y en medio de la confusión, transformó a Pico en un espantoso jabalí. 

Lejos de las miradas indiscretas, Circe devolvió a Pico su condición de hombre, pero ni bien quiso amarlo, recordó a Pomona y como pudo, dio por finalizado el encuentro.
Muy indignada por el rechazo, la maga Circe convirtió a Pico en un hermoso pájaro que levantó vuelo y nunca más logró ser visto.

Pomona resistió la ausencia del hombre que amaba. Anduvo distante un tiempo, hasta que una noche, agotó sus fuerzas…. Buscó las orillas del río Tíbet y se quitó la vida. 

Hay quienes aseguran que Pomona aún canta sus últimas poesías. Para nosotros, que nos encanta descubrir buenas rimas, su figura se disolvió en el aire... Acaso como ese olvido que nace con el desamor.  

¿A quién no le gustaría retroceder su vida y corregir las bisagras que ciernen sobre nuestro destino?

El recuerdo desnuda una incapacidad para lidiar con el presente -y al mismo tiempo- una fuerte relación con el pasado. Parece ser un modo de embellecer la biografía, pero hay un detalle que no es nada menor… Para volver al pasado es imprescindible olvidar el presente.

¿Por qué no sirve volver al pasado? La vida admitiría una constante evaluación del error y en consecuencia, no habría nada perdido en el universo. Podríamos calcular, medir, corregir de forma inmediata y sencilla, cada uno de nuestros actos.
Y nada tan inexacto como eso. La fuerza del tiempo es similar al minotauro que perseguía a Teseo, entre los corredores del laberinto… Viene llevándose puesto lo que encuentra en su camino. A quienes fueron artífices de nuestro pasado y a quienes lo son en el presente.
Para mí, cada historia con el otro, es una historia distinta. Más allá de lo que pudo haber dejado la primera novia, la quinta, o la última. No interesa el orden. No es un ejercicio mental para ver con quién la pasó mejor o peor, ya que cada historia es un tránsito hacia lo diferente.
Por eso el olvido no es un acto voluntario y metódico. No es algo que propongo y que sucede a través de una declaración pública, primero y ante un escribano, después. No, no.

El olvido es una debilidad sensitiva en la cual, el otro empieza a deshilacharse de la memoria, hasta desprenderse finalmente, de los límites de nuestra locura.
Desde luego, algunos prefieren retener al ausente y así, les agregan una condición espectral a cualquier relación que vinieren a tener más adelante. En este caso, habrá que liberar al pasado de su convivencia diaria. Y si no fuese posible, ¡hay que salir rajando!
Hay que evitar la tentación de jugar un porotito y anotarse en la resignación del otro, es decir, creer que a usted lo quieren porque estaba escrito en las páginas del destino y todo eso, cuando en realidad está para cumplir con el deber burocrático de hacer olvidar al que se ha ido. Eso es una porquería.

Un relato que mencione cualquier experiencia pasada, supone la descripción de una circunstancia imposible de superar.
Sin embargo, ninguna experiencia sirve para amar. Ni siquiera la más formidable, pues en el amor la experiencia no se revisa.
Lamento lo que voy a decir, pero no me conmueve el pasado. Ni un poquito. Más bien, tiende a desinflarme el ánimo. Es inútil darse manija y encerrarse a recuperar una emoción que caducó hace siglos.

En mi humildísima opinión, uno pone sus mejores esfuerzos en el mismo momento que ve esperanzas, no cuando han desaparecido por completo.
Mientras haya algún indicio de esperanza, conviene prepararse a pelearla. Después ya no.

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La estrategia de potenciar el pasado, suscita que esté presente en el día a día. Un condicionante tal, que todo vínculo entra necesariamente en una obsesión comparativa e insoportable. Digo, ¿a quién le gusta que lo comparen con un ex?  

Yo creo que el recuerdo garantiza el mejor aliciente que aspiran algunos… Cumplir con la fantasía del ideal. Sentarse en una mesa de café y que el otro esté alineado a mis gustos personales.
Y es absurdo. Absurdo porque el amor no alude ir al otro con un listado de pretensiones para que me guste. ¡Me gusta la persona que tengo enfrente o no me gusta! Después veo cómo manejar la situación, es decir, si lo detengo a tiempo y establezco mis condiciones, o dejo atropellarme con todas y cada una de sus contradicciones. 

Si no priorizo al otro, no acepto la diferencia. Estoy priorizándome a mí mismo. Por añadidura, cada relación estará sujeta a mis propios intereses.
Naturalmente, ¡qué alegría que el otro fuese algo limitado a encajar en lo que uno espera! Malas noticias… En ese caso, hago negocio para mí. Es una relación que estará signada por los recortes que realizo sobre el otro.
Y claro, ahí estalla el conflicto. Por lo tanto, cuando el otro viene e impacta, de inmediato lo invade y lo transforma. Siente reclinar todo su mundo hacia algo superior.

Tal vez el amor sea lo más parecido a un viaje. Un viaje hacia un otro que cuesta definir con palabras, que no es comparable a nada visto previamente.
Por eso tampoco tiene tiempo. Ni pasado, presente o mañana, porque su presencia deshace todas las barreras temporales. Como si el otro hubiese preparado su vida para conocerlo a usted y viceversa.  
Coleridge aseguraba que el goce artístico, implicaba suspender la incredulidad. Añadiría que uno se relaciona con la misma ingenuidad que nos conecta con el arte. Al fin y al cabo, nosotros somos hijos de relatos que son contados una y otra vez, como podría ser el caso de La Biblia, Romeo y Julieta o La Divina Comedia.
A lo mejor hay algo de arte en nuestras cotidianidades… Somos una puesta en escena. Una ficción luminosa que prepara el alma para que algo tenga sentido. No es poca cosa.

Insisto, la existencia del otro –que irrumpe y desordena- pone en riesgo las formas y los lenguajes conocidos. Y ahí la inteligencia asoma como un elemento poderosísimo en el amor.
Además de aprender a descubrir que hay un otro, para profundizar en su conocimiento, digo, más allá de los formatos y cánones que impone la sociedad.
En ese punto, el amor es un desbordamiento y entonces, ningún formato es posible.
Termina siendo muy sencillo convertir al otro en un documento o un contrato y utilizarlo para avalar su conducta amorosa… Sin embargo, nada, pero nada le asegura que lo amarán para siempre. De ningún modo. La veracidad de los registros civiles, carece de toda alegoría.

El amor es un camino maravilloso. ¿Hacia dónde? ¡Qué sé yo! No lo sé. Hacia lo incierto, supongo.
A perderse en los laberínticos jardines del conocimiento, para que una mujer sepa todo lo que la amo, del modo más irrenunciable y sincero.
Decirle que nada ha sido producto del azar. Que una pasión no puede incendiarnos en el infierno, sin consecuencias, sin evitar derrumbar unos cuántos imperios... Y sin perder un poco la sensatez y la compostura, en un mundo demasiado razonable y escribanil para mi gusto.   

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Recordar es una manera de acceder a lo ausente, con el atenuante que a mayor lejanía, más deformada la percepción de los hechos. Siempre está faltándonos algo y sumado a que la muerte nos pisa los talones, constituye una carencia sin solución definitiva.
La tristeza está estructurada con nuestra frágil condición y una forma de resolverla, es darle sentido a las cosas.

Borges decía que si la muerte estuviese acuñada en un lado de la moneda, el amor sería la contracara… Y está bien eso.
La muerte no es una comprensión lúcida, pero tiende a ser asfixiante. Una cosa es saber que estará causada por nuestra frágil condición y otra observar al verdugo, preparándonos la cicuta. Digamos, morir, vamos a morir igual, pero como ocurre en el encuentro de Gilgamesh con Utnapishtim, lo incognoscible da un pequeño respiro. Al menos tratamos de hacer algo para desalentarla un poco.
El hombre actual resiste la muerte desde una mirada terapéutica, prolonga su vejez mediante operaciones, asiste al gimnasio, duerme las horas necesarias, etc.
Sin dudas, prácticas inútiles que no resuelven nada, porque tal vez no haya ninguna cuestión de fondo, sino otra fuerza superior que emerge y nos renueva en una búsqueda persistente. Justamente, por su incomprensión, por su diferencia, nos empuja a entenderlo… ¿Y eso no es lo que uno hace en el amor?

Yo pienso que el problema con la muerte, es la actitud que tenemos frente a ella… A uno le ataca una pulsión muy intensa cuando la siente cerca. Sea por vejez, enfermedad o la desaparición física de un ser querido.
Ahora bien, usted puede pararse y tratar de vencerla, o aceptar su condición y resignarse. ¿Y no sucede en el amor?, pregunto nuevamente. Usted se enamora de la más hermosa, ¿y qué hace? ¿Se disfraza de lluvia dorada, como Zeus para seducir a Dánae? ¿O elige un destino menor y vulgar, allí donde no se requiere esfuerzo, ni comprensión alguna?

Mire, la nostalgia le queda bien a la literatura, al cine, a la música. En general, sirve como un gesto poético y denotar el paso del tiempo. Jamás para enamorarse. Menos para renovar un deseo por un amor antiguo.
En cuestiones amorosas hay que desconfiar en el pasado y de los planes a largo plazo. Solo existe este momento, el presente, el ahora.
Es como aquel que pide tiempo para aclarar sus cosas. Bueno, nadie puede suponer que dentro de mil años todo estará en orden y después vendrán a confesarle que lo quieren. No, no. Conviene hacerlo en el instante que siente el deseo. Después ya no. Puede ocurrir que el otro no le guste más, digo, no es sencillo sostener una emoción, una vez pasados los 15 o 20 años.

El enamoramiento no tiene nada que ver con un deber cívico, o sea, que haya una obligación moral de andar revelando cosas que sintió en determinado momento, a pesar que ahora ya no lo sienta.
De nuevo, las cosas se dicen en el momento o no se dicen. Y aquí quiero hacer notar un detalle de pereza, en la actitud de algunos enamorados… Es una que consiste en tentarse con la inacción.
El hombre que juega con su propia inseguridad, suele formularse lo siguiente… ¿Para qué voy a ir a buscarla y decirle que la quiero?
La quiero tanto, ¡pero voy a tener que ir tan lejos!
La quiero tanto, ¡pero está en otro barrio!
La quiero tanto, ¡pero sus amigos me detestan!
La quiero tanto, ¡pero seguro me va a decir que no!

La pereza. Es la comodidad del que prefiere tener las cosas ordenadas y sin sobresaltos. El haragán suele perderse grandísimos amores cuando pone demasiadas excusas y más en una sociedad machista como la nuestra, que tiene mal vista a la mujer que quiere dar el puntapié inicial en una relación. 

No obstante, desencadena algo mucho peor y consiste en un deseo -casi patológico- de mitigar la soledad a cualquier precio… Cuando las historias quedan truncas, como tantas cosas en la vida, no hay un libretista ni un escritor que pueda redondear un final y anticipar lo que va a ocurrir.
Y entonces, ¿qué pasa? ¿Qué pasa? Se elige el camino de la resignación. Una vez abandonados los esfuerzos por conquistar a la persona que realmente le gusta, el sujeto apunta sus probabilidades amorosas en aquellas de menores jerarquías.
O sea, comienza a dar testimonio de milagros de segundo, tercer y cuarto orden. ¡Cree ver belleza por todos lados! Y si no, ¿cómo explicamos que el 95% de la población se enamore de la mejor amiga, de una compañera de oficina, de la prima lejana, de la vecina que vive en la otra cuadra?

La muerte es el reverso del amor. La muerte tiene otredad, solo que nada sencilla de comprender. En el amor también hay un otro y en ambos casos -amor y muerte- un intento de traspasar todas sus barreras y quitarles ese misterio tan particular que nos fascina.

Evidentemente, recordar provoca encono con el presente y así se adorna el relato, ya que nadie quiere revelarse tal cual es. En todo caso, nos deslizamos a partir de lo que el otro elige contar de sí mismo… Bueno, en algún momento de la vida habrá que desacelerar la melancolía que causan los amores del pasado.

Para los grandes milagros, son fundamentales las grandes esperas. Y no está mal que una mujer tenga el poder divino de borrar los hombres que fuimos y hacer de nosotros, uno completamente distinto.

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Muchos años atrás tuve un intento fallido de regresar al pasado. El propósito era renovar mi amor por una ex novia.
Por razones inexplicables, mi optimismo amoroso había vuelto. Arreglé mi espíritu y subrayé en un mapa los sitios que frecuentábamos juntos. Así que pronto salí a recorrer aquellos barrios que tuvieron sentido, pero vi que todas sus calles habían cambiado de nombre.
Los comercios parecían emplazados. Saludé como vecinos a unos perfectos desconocidos. Por último, quise rememorar sucesos que alguna vez creí notables, como estudiar a las apuradas en el café de Ciudad Universitaria, mi primer beso en jardín de infantes, la velocidad para saltar y recuperar las pelotas que caían en algún patio ajeno… Todo fue en vano.

Apenas llegué a casa, calculé que la memoria podía estar jugándome una mala pasada. Pero luego comprendí que ninguna calle, ningún amigo, ninguna novia, ningún barrio es apto para regresar. Volver a los sitios que no nos esperan, resulta un golpe devastador para el más incrédulo.
Las verdades del tiempo permiten hacernos comprender que uno no solo vuelve a lugares y sucesos equivocados, sino también a personas que han prescindido de su presencia. Y así, envueltos con ansias de gloria, usted cruza el Mar Egeo y se da cuenta que Troya fue arrasada hace rato. 

A lo mejor, insisto, la vida es un continuo desplazamiento hacia lo desconocido. En realidad, no existe pasado donde regresar, tampoco nadie que regrese del pasado. Yo creo que es una narrativa impresa en la memoria y como permite describirnos, la utilizamos para repensar nuestro contexto, cada vez que sentimos la ausencia de buenos augurios.
Pero, hay una pugna muy interesante, allí, entre lo que nos tocaron vivir y un otro que llega para desordenarlo todo y transformarnos. Y ese es el desafío que tienen los buenos enamorados… Entender al otro por fuera de los estereotipos, porque hay quienes esperan que encaje en un conjunto de parámetros o categorías que impone un movimiento cultural determinado.

¿Cuál es el verdadero objeto del recuerdo amoroso? Acaso, ¿solamente resistir el olvido de los momentos importantes? ¿Y el presente? ¿No hay ahora un momento importante que no nos angustie? ¿Qué duele más? ¿Preguntarse qué habrá sido de la vida de nuestra primera novia? ¿O duele que la última haya dejado de llamar? ¿Y si el amor fuese un constante reinvento y entonces, lo que duele es que uno también se reinventa en el proceso? 

Parece una contradicción, pero convengamos que el amor es un poco idílico. ¿Cuántas veces habremos inventado a la mujer amada? Dígame la verdad, con una mano en el corazón.
Es innegable que hay puesto algo de fantasía. Casi no existe otra posibilidad. ¿Cómo hace usted para saber quién es el otro? ¿Contrata a un detective para que investigue?
Nos enamoramos de personas que inventamos. Después, esa invención podrá tener mayor o menor correlación con la realidad. Pero no importa. Y está bien, pues, ¿cómo juzgamos la belleza, sino mediante la percepción? Que puede ser errónea, equivocada, tendenciosa, exagerada.
Está bien inventarse al otro mejor de lo que es realmente. ¿Qué importa que el otro no cumpla con los cánones que aseguran en lo que consiste la belleza?
Lo importante es que yo me lo crea, pero para que alcance a engañarme a mí mismo -de manera contundente- el otro también debe colaborar con el engaño.

Y ese es un pacto impresionante que realizan dos personas que se aman. Pero tiene que ser un engaño hábil y no de vuelo gallináceo, o sea, de creer que uno termina enamorándose indefectiblemente de los compañeros de la oficina o de los mejores amigos. 
Los buenos amantes son los que alcanzan a inventar con toda minuciosidad al otro y asimismo, los que se dejan inventar.

Así que, venga e invénteme. ¿Cómo le convengo? Invénteme que yo colaboro. Incluso puedo sugerirle ideas para que me invente mejor.

Ojo, inventar no significa organizar una salida con una persona parecida a otra que conoció en el pasado y así no tener que llevarse puesto el desengaño cada 5 minutos. No, no.  
Inventar significa seducir y dejarse seducir por el encanto de la incomodidad. Además, uno puede relacionarse mejor consigo mismo, ¿por qué? Y porque aquel que viene de afuera, despabila.
El otro nos abre los ojos… Nos revela. No solo para saber cómo es el otro. También para conocer quiénes somos nosotros.
Por eso el amor es un deseo de conocimiento.

-Epílogo-

A la hora de la dedicatoria, imaginaba en formas de regreso a los lugares que uno ocupaba, o creía haber ocupado. Y entonces, me quedé pensando en el escritor Daniel Defoe y su famoso Robinson Crusoe, aquel que por un naufragio, vive exiliado en una isla y más tarde, rehúsa volver a la civilización.

Pensaba en el Conde de Montecristo y cómo Alejandro Dumas convierte la vida de Edmond Dantes, en un regreso vengativo y lleno de intrigas.

Pensaba en un cuento corto de Leopoldo Lugones que había regalado a una persona muy importante, para señalar una opinión acerca del problemático tema del acoso en nuestros tiempos.
Y fíjese que entre escritores como Lugones y Homero, sucede un encuentro poético muy similar… La aparición de Heracles, no responde a un hecho fortuito. No es casualidad que justo sobre el final, el héroe pase por la ciudad de Abdera y la salve. En el regreso de Odiseo a su patria, tampoco es el héroe que vuelve a reclamar sus bienes personales. Hay otra cosa.
Cuando se avecina una traición inminente, la concreción de una venganza, un carruaje que no llega a tiempo, etc., cada lector empeña su alma para que tales hechos sean interceptados por la acción de una señal divina.
La llegada de Hércules, del mismo modo que Odiseo, no es la bravura que necesitaban los muchachos de Abdera y los de Ítaca… Es el gesto luminoso y poético del autor, que alumbra las esperanzas perdidas del lector. O antes que estas se pierdan. 

Por eso pensaba que lo interesante de la Odisea, es que ocurre algo fundamental a los efectos, no solo del poder, sino también del amor… Odiseo vence en la Guerra de Troya y vuelve a Ítaca. Y podría haber echado a patadas a todos los pretendientes de Penélope, sin ningún tipo de problema. Listo. Muerto el pollo, pelada la gallina.
Sin embargo, él comprendió que para volver a un lugar, hay que reconquistar aquellas querencias que uno supo tener. Y que no basta solo con la memoria de lo que uno fue y ser admitido nuevamente, allí, donde ha estado ausente. Donde a lo mejor a uno lo siguen amando.

Odiseo desafía a todos los pretendientes en un concurso de arco. Y los derrota. Odiseo vuelve a demostrar que es el rey de Ítaca, que es el padre de Telémaco, que es hijo de Laertes y Anticlea y sobre todo… Que es el hombre enamorado de Penélope.

Entonces, me pregunto, ¿a quién dedicarle este regreso? Bueno, a usted. Efectivamente, a la misma persona que le regalé aquel cuento de Lugones. A la mujer más hermosa del mundo.
Así que ojalá que esté leyendo esta publicación, porque estoy desnudando mis sentimientos y revelando a quién amo.

A pesar que a veces sucedan algunas ausencias, a pesar de algunas diferencias de opiniones, no importa. Siempre vuelvo a usted. Precisamente, en el instante que creo estar partiendo, más comprendo que no puedo despegarme de usted. Estoy encadenado a un solo destino posible, parecido al que vivieron Odiseo y Penélope… Los únicos destinos que valen la vida esperarlos, porque valen la pena volver y quedarse. Hasta el final.             

Nacho

17 de Abril de 2019