A
mediados del siglo XI nacía en Francia el amor cortés, una rama de la
literatura que abrevaba de las fuentes de la pasión humana.
La sublimación de la dama era objeto de los poemas y a medida que los artistas refinaban la técnica, fueron alcanzando verdaderos momentos de virtuosismo.
Las
obras estaban escritas en un lenguaje occitano y las cantaban trovadores o
poetas acompañados de músicos. Marchaban de pueblo en pueblo, describiendo los
inconvenientes que destilaban el amor imposible, pues, salvo casos muy puntuales,
las tramas ocurrían entre una mujer casada y un caballero que la cortejaba.
Ahora,
la pasión cortesana tenía límites… El caballero medieval
le hablaba a una dama lejana, ideal y perfecta, por lo que debía evitar la
desesperación, los celos o la tristeza. Es más, podrían darse estos elementos y
no arruinar el poema, porque al poeta le interesaba su rima, no lo que la rima
viniere a producir más tarde.
El
proceder cortesano del caballero era consecuencia de una época que combinaba el
deber del hombre en las Cruzadas y el abandono indeterminado de sus esposas en
compañía de una cohorte de vasallos. Y vio cómo es… Con semejante panorama, el
caballero pasó a ser un pata de lana que buscaba atraer la atención de la dama
mediante acrobacias nobles y artísticas... De ahí que vivía dejándose humillar,
porque ella tenía en sus manos la potestad de aceptar o rechazar el avance del caballero.
Los
autores creen que el amor cortés estuvo ligado con lo prohibido y nosotros
suponemos que, en efecto, algunas relaciones pudieron consumarse. Sobre todo debido
al contexto histórico, quiero decir, los hombres regresaban muertos de aquellas
campañas salvajes.
Sin
embargo, adviértase que la cortesía es gesto de atención y urbanidad y si le
añadimos la actitud plebeya del que espera levantar a una persona que ya
pertenece a otra, concluirá que toda relación prohibida es una relación
platónica.
2
Después
de largas victorias en Inglaterra, Luis VIII volvía extenuado a su querida
Francia. A los pocos días llegaron noticias del Papa Inocencio, alarmado por el
furor herético de los cátaros y el rey decidió apoyarlo a través de una nueva
Cruzada. Así que partió hacia Avignon, pero aquella misión salió cara…
Acabó enfermo de disentería.
Un
médico proclamó una cura bastante extravagante que consistía en hacerlo intimar
sexualmente con una virgen. De inmediato, la corte emprendió la búsqueda de una
mujer que reuniese tales condiciones, hasta que un capitán de la guardia
entrevistó a una bella muchacha que prometía ser la solución indicada. Muy
bien, la trasladaron a la habitación de Luis VIII y tras consumar el acto,
murió.
Por
supuesto, no tardaron en circular rumores de envenenamiento. Una parte de la
corte culpó a los espías ingleses, pero otra parte señaló a Thibaut, el conde
de Champagne. Sus acusadores decían que Thibaut no soportaba que Luis durmiese
junto a Blanca, la reina.
Perteneciente
a la generación del amor cortés -al igual que su familia- Thibaut consagró la
poesía entre la aristocracia y la amada inmortal. Estaba locamente enamorado de
Blanca. Amaba a la reina con un fervor intenso y no podía vivir lejos de su
lado. Componía melodías llenas de pasión y entrega y cuando caminaba sola por
los pasillos del palacio, Thibaut se las rebuscaba para hacérselas oír.
Fue
gracias a Blanca que Thibaut desertó de su castillo en Provenza, donde solían
reunirse las más bellas mujeres de la región para endulzarse con hermosas
letras. Quizá esto último no haya sido cierto del todo, pero jamás orquestó un
asesinato.
Muy
bien, mientras consumía de amor, Blanca planeaba coronar a Luis IX, su hijo
mayor. Y no parecía nada sencillo ya que la nobleza mostraba divisiones, aunque
tenía el apoyo incondicional de Thibaut. Sin embargo, el trovador no logró asistir
a la ceremonia, pues cerca de la entrada a la ciudad de Reims, una turba eufórica
lo echaron a patadas al grito de “¡asesino,
envenenador!”
Regresó
a su castillo con el corazón herido, creyendo que todo había sido planeado por
la reina. Acto seguido formó una alianza con barones y cortesanos descontentos con
aquel nombramiento. Enterada de la rebelión, la reina ordenó sofocarla y gran sorpresa ver
entre sus enemigos a Thibaut. Entonces, lo mandó llamar y le explicó que no
había injerencia alguna en su expulsión del palacio. Él aceptó las disculpas sin
chistar y se enamoró de nuevo. Luego acompañó a Blanca hacia París y continuó
escribiéndole canciones amorosas, conforme al código de procedimiento del amor
cortés.
3
Conviene
aclarar que Blanca persistía en su indiferencia. Ni las estrofas más encendidas
parecían afectarla y cansado de sentirse vejado en la pasividad de la reina, el
trovador halló refugio en sus tierras, jurándose adversario si fuese necesario…
Que es lo que hacen muchos al verse rechazados.
Pero
eso fue lo que hizo y la reina que participaba de una contienda, quedó sorprendida
que la considerase enemiga. Cuando ambos desmontaron de sus caballos, él cayó
arrodillado a sus pies. No podía combatir a la mujer que amaba.
Enamorado
otra vez, Thibaut ofreció sus tropas al reino. Blanca cumplió con una mezcla de
agradecimiento y ternura y lo invitó al Louvre. Sin embargo, la mayoría de los
historiadores sostiene que no hubo canciones ni alabanzas que modificaran su
desinterés.
Sea
como fuere, ella lo acompañaba a todas partes, le sonreía tiernamente, pero
nunca se paseaban de la mano alrededor del palacio. Tampoco hay crónica que
cite a sirvientes sugiriendo haberlos vistos reunidos en una cama.
Vinieron
épocas de tranquilidad, hasta que Blanca se enamoró del cardenal Frangipani,
que no componía estrofas encantadoras, pero tenía el poder suficiente para
financiar las Cruzadas. Thibaut creyó que eso se trataba de un rumor y para
demostrarle su entereza, encabezó una campaña, allá, donde Judas perdió el
poncho.
Lamentablemente,
la distancia entre esas cruentas batallas y su amada fueron apagando la pasión que
sentía y avergonzado de que se enteraran de su padecimiento, prefirió abandonar
sus intentos.
Pasaron
varios años y el trovador había perdido las fuerzas que sostenían su amor por
Blanca. Se recluyó en su castillo, rememorando la infinidad de horas que había
dedicado a aquella mujer. A cada ratito se prometía que reclamaría ese amor tan
pertinaz. Después, cada dos minutos. Después, una hora. Algunas veces al día. Una
vez a la semana. Finalmente sintió que ya no la extrañaba tanto y dejó de
esperarla, hasta que la olvidó para siempre.
Nunca
más retornó al Louvre, vencido por esperas y canciones inoperantes… Y probablemente
anhelando amores más hospitalarios.
La
historia de Blanca y Thibaut es triste… Las historias de amor están arropadas
por la tristeza. ¿Por qué? Y porque terminan. La solución sería detenerla en un
momento de felicidad. Pero una historia con un final no es feliz, porque hay ansias
de eternidad. El enamorado pretende que el amor sea eterno. Por eso uno promete
amar al otro hasta el fin del mundo.
Para
terminar, podríamos formular una conjetura baratamente filosófica y es la
siguiente... Fíjese.
El
tiempo siempre amenaza con disolver nuestros entusiasmos. Y no digo que haya
que apurarse, mejor dicho, sí… Estoy diciendo que hay que apurarse. Mire, nadie
debe confiar en felicidades a largo plazo cuando hablamos de amor. Usted no puede
decirle a una mina, "espéreme un año
a que ordene mis cosas y apenas tenga un tiempo le haré saber lo que siento”.
No, no. Debe hacerlo en el instante que lo siente, pues, ¿y qué pasaría si
después ya no lo siente?
Recuerdo
que fui un joven más ordenado y menos tonto que ahora. Me gustaba menganita. Y entonces
me quedaba en casa realizando cálculos en voz alta, "dentro de un par de años es el cumpleaños de mi amigo fulanito, así que
si tengo suerte y va menganita, la encaro."
Claro,
un par de años en la adolescencia representan una eternidad, de manera que
podía sostener la impaciencia. El caso es que cuando llegó ese día, mis ganas habían
desaparecido. Y la encaré igual. Ya no me gustaba, pero la encaré igual. ¿Entiende?
Ya no sentía el amor por ella, pero sí el compromiso del deber. La mina ya no
me gustaba, pero tan bien había pergeñado su conquista, que me parecía una
picardía no hacer nada. Pecado de juventud. Una porquería, lo sé.
La
adolescencia consiste un poco en eso… Que por mucho planificar y por mucho cumplir
planes, el corazón cambia rápidamente a otros planes. Lo tentador de la madurez
es que de a ratos comienza a ver si puede cumplir deseos atrasados, supóngase,
volver a la primera novia, visitar el barrio de la infancia, en fin, cosas por
el estilo.
Los
deseos incumplidos son deseos del pasado. Imagínese alguien
tratando de cumplir un deseo de hace 30 años, contrariando al que tiene ahora.
Y entonces, apura su fe en viejas esperas y que algún día sean alcanzadas en el
presente.
Necesitamos
vivir miles de vidas para comprender ciertas verdades. De movida, deseamos una vida
para transitar. Y otra para que la mujer más hermosa sepa que la amo de un
modo irrenunciable. Que nada es producto del azar. Que el amor verdadero no
puede incendiarse en las llamas del olvido.
Seguramente habrá
que seguir sufriendo en esta y en todas las vidas que tengamos a nuestra disposición.
Por
si acaso, en la próxima reinvención me prometí salir a buscarte y volver a elegirte.
Como años tras años vengo haciéndolo.
Nacho
22
de Junio de 2022