En otros tiempos, el barrio parecía la extensión de nuestra casa, sumado a un círculo de vecinos perfectamente reconocibles. A lo mejor el progreso dicta
que nadie debe perpetuarse en su barrio… Bueno, los vecinos se sustituyen al hartazgo.De
hecho, es inútil cualquier maniobra que implique regresar al barrio. No hallará
nada de lo que ha dejado atrás… La señora que ayer sacó la basura, no es la que
hoy vemos colgar su ropa en el tendedero.
El
barrio es el primer soplo que recibe el alma al nacer. Más aún, los matices de su
geografía, vecinos y costumbres están ligados a un destino que traspasa las
fronteras del tiempo, allí, vaya donde fuere.
Cada
barrio comparte la maravillosa agitación de llegar a casa, hacer los deberes
del colegio y ganar la calle por un rato, mientras los vecinos se reúnen a
comentar los últimos chismes. Y elegir bandos para jugar un partido; sacar
chapa de habilidoso y no acabar congelado en la mancha; correr hasta la esquina
en un ring raje; reventar piñatas en los cumpleaños; molestar a las chicas en
el juego del elástico; hacerse ovillo detrás de la rueda de un automóvil en las
escondidas; descular hormigas en los tapiales; mojar algún desprevenido en
carnaval. Etc.
Los
expertos argumentan que para solucionar los conflictos y las desigualdades
ocasionados por el desarrollo, conviene la intervención política, económica y
empresarial. Y yo prefiero la mirada barrial, justamente, los ojos de barrio ayudan
a percibir sus verdaderos designios en el mundo. Lo que pasa es que el barrio no
es una idea abstracta o una bacteria sujeta al análisis de un microscopio. No
señor. El barrio funda el sentido de pertenencia y los afectos del individuo.
Antiguamente,
el vínculo con el vecino producía una fuente de sentimientos, entusiasmos e
inquietudes y entonces el barrio se conectaba con el placer de la confianza, la
amabilidad, la seguridad, solidaridad, etc. De modo que frente a un
asentamiento, los vecinos sienten indignación. Sienten que otros están usurpando
su espacio simbólico, porque creen que el barrio forma parte de una identidad.
Ahora
bien, desatender la pobreza y que Dios decida el futuro de la gente sin oportunidades,
es un razonamiento muy chiquito y miserable. Y no es producto del azar ni un
mal divino que familias enteras caigan del mapa social o que la delincuencia incremente
la intranquilidad en determinados barrios. Son consecuencias de políticas que los
hombres votan en un estado de absoluta desesperación.
Pregúntese,
¿para qué gastar dinero en herramientas laborales, educativas y sanitarias a la
gente humilde y sin esperanzas? Respuesta, la necesidad es funcional al poder.
La aniquilación
del barrio parece definitiva... Nuestros vecinos están viejos, desconocen a
propios y a extraños por igual. Otros murieron hace rato. Inquilinos dedicados
a la sustitución perpetua. Ausencia de pasadizos secretos. Desaparición de antiguos
comercios. Las calles y avenidas adoptaron nuevos nombres. Modificación en los
recorridos de colectivos. Surgimiento de una modalidad de ladrones y
estrategias, opacando el pintoresco temor al hombre de la bolsa.
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Sábato
decía que nuestra condición de islas nos condena a la nostalgia. Y no es que la
vida parecía más tranquila, también había mandatos y obligaciones a cumplir. Lo
que viene a hacer el siglo XXI es perfeccionar ese aislamiento mediante una aceleración
de rutinas, horarios y compromisos a favor del consumo.
Se
respiran nuevas emociones... No más amargas, ni más dichosas. Quizá más sombrías.
Ya no posible regresar a los barrios de antaño. Para ello se necesitaría un
punto de partida eterno e inmutable y lo cierto es que vivimos en la inquietud.
Y peor todavía, nada detiene los avances tecnológicos y científicos y su actitud
evasiva sobre la memoria.
Los
barrios prosperan de un modo repulsivo y miserable. Adonde hubo un jardín, se
instala un corralón. Adonde recordaba un árbol, la entrada de un garaje y en
lugar de una antigua pieza, ahora descubre un kiosco.
Fíjese
que las estaciones de servicios funcionan como pequeños fondos de comercios y
mientras llena combustible y revisa el aire de los neumáticos, puede comprar caramelos,
tomarse un café con leche y consultar el saldo de su tarjeta de débito.
Los
edificios actuales no dan tiempo ni lugar a la espera del soñador, a ese hombre
que contemplaba cómo moría la tarde, mientras escribía una carta a la mujer
ausente. Hoy son contadas las veces que ocurre la comunión con el otro. Siempre
atropellado, agredido y sometido a la opinión de una muchedumbre que piensa en su
propio éxito.
Por
eso no vengan con que el tiempo es cruel, en vista que la acción del viento y
la lluvia alcanzan a demoler un barrio. Es la codicia del hombre moderno lo que
lo destruye. Tampoco el verso gitano de los que viajan al interior o cruzan el
charquito. Esquinas, gestos, personas, callejones, olores, baldíos, saludos,
colores y miradas no viajan en aviones, trenes ni ómnibus.
El
viajero es apenas la mitad de sí mismo y algo más… Los equipajes son
insuficientes para empacar aquellos sentimientos que tanto alegran y encienden
el espíritu.
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El
barrio es un crisol de sensaciones mágicas, más aún en el curso de la infancia.
¿Y por qué no durante la adolescencia? Respuesta, porque la niñez es el momento
perfecto para creer en la magia. Los niños no precisan garantías leguleyas ni
avales escritos para jugar. Construyen sus reglas del mundo y juegan lejos de
esa sombra hostil y materialista que espera lograr de ellos, señores probos,
sensatos y responsables.
El
barrio abre sus puertas a momentos irrepetibles. ¿Recuerda que al vecino de
enfrente lo llamaba golpeando las manos? ¿Recuerda el pregón del afilador a la
distancia y qué baldosas flojas eran útiles para los arcos de fóbal? ¿Recuerda
los ceniceros Cinzano en las mesas del bar? ¿Y los abuelos escolaseando a los
gritos? ¿Recuerda el misterio de la casa abandonada y el cartero que
supuestamente vivía adentro del buzón rojo de la esquina? ¿Recuerda que no
sabía por qué las parejas forcejeaban en los zaguanes oscuros? ¿Quién había
enganchado el barrilete en el tendido eléctrico? ¿Recuerda el pan untado con
manteca y azúcar en el umbral? ¿Recuerda la altura infernal de los timbres y la
represalia de la vecina cuando viese destrozado sus jardines o las paredes
manchadas a pelotazos limpios?
Esto significa
que la vida no es un camino hacia el olvido, sino un camino hacia el recuerdo.
La mía, la suya, la de todos. Pero no es eso lo que emociona. A mí me conmueve
la manera que se presenta ese recuerdo. Sin embargo, suele creerse que las
películas emocionan porque al protagonista le sucede lo mismo que a uno o
porque comparte su carácter. No, no. Nos gusta en tanto revela un goce estético
y lo que lo produce es la manera expresada. Por ejemplo, la colilla de un cigarrillo
navegando en una zanja, remite a las carreritas que hacíamos de chico. Esa
imagen conduce al recuerdo y por muy tonta, tiene un fuerte goce estético.
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Limpiaba
el patio trasero y en un recodo de la pileta, entre pasto alto, huesos de perro
y hojas secas, encontré tirado un soldadito de plástico. No imagino cómo fue a
parar ahí, principalmente porque no tengo hijos y además estoy bastante grande
para andar jugando con soldaditos.
Desde
luego, la situación plantea algunas dudas…. ¿Y por qué desaparecen? ¿Adónde van
los juguetes pedidos? ¿Saltan a manos de otros niños, se almacenan o los
destruye el tiempo? ¿Será que el universo es demasiado pequeño para tantos
juguetes? ¿Hay juguetes en el Paraíso?
Para
un niño, ningún juguete es sospechoso. En sus formas estará impresa la clave de
la vida y el símbolo del juego más conveniente, el más hermoso, el más
terrible, el más sublime… Hasta que un día comprende que ha crecido y que la
ausencia de juguetes resulta proverbial. Por otro lado, ¡qué escena dantesca la
de un señor hamacándose en un caballito de madera o dibujando una casita con
crayones!
Desgraciadamente,
en los bolsillos adultos no quedan rastros de figuritas, trompos ni autitos con
masilla, sino el deseo de un ascenso laboral que facilite la adquisición de una
vivienda, un auto o una licuadora… Claro, el dinero lo compra todo, excepto la
fascinante experiencia de volver a los arrabales mágicos de la infancia.
Entristece
el extravío de los juguetes y suponemos un arbitraje divino… Dios quiere darnos
un mensaje en el alma y así entender que en la tristeza cabe un acierto
poético. No porque haya que vivir regocijándose en el sufrimiento, sino para
que usemos con propiedad las herramientas del pensamiento en esta vida, que es
una constante lucha.
Algunos
goces están teñidos de melancolía y son hijos de la enseñanza de un buen libro,
de amistades sinceras o palabras de aliento y superación. Son goces vinculados
con la tristeza y no con la alegría, de ahí que la tristeza ennoblezca el
espíritu del que la padece. Guarda con eso.
Es
hora que alguien desbarate los diabólicos planes de la opulencia, antes de que
sea tarde. No permitamos que los canallas arruinen nuestro mejor truco de
magia.
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Voy a detenerme
en una modesta fotografía barrial.
El
almacén era una institución proveedora de alimentos y artículos varios, pero
además de lo que acontecía en la cuadra y sus alrededores. Vale decir que el
almacenero fue un pionero entre los programas de chimentos que abundan en la
televisión.
Naturalmente,
el trato personal cambió. En principio, el supermercado chino vino a desplazar
y borrar del mapa al viejo almacén de barrio.
En su
organización hay cajeros, repositores, fiambreros, carniceros, verduleros,
encargados, vigilantes. O sea, ¿qué objeto tiene para el dueño del supermercado
chino saber que cortaron la luz en la otra cuadra; si doña María tiene una pena
de amor o corroborar la veracidad del horóscopo en los chicles Bazooka?
Ninguno. Solamente que su personal se dedique a despachar.
Para las
compras era usual un listado de cosas, generalmente escrito por un adulto. Acto
seguido, leía en voz alta para evitar algún olvido y recién ahí partía en
dirección al almacén.
Nótese
lo siguiente… Cuando estaba a punto de salir, mi mamá gritaba, “¡y no te olvides tal cosa!”. Más que
el miedo a olvidarme y el reto correspondiente, aquel grito llamaba a la perplejidad.
Pues, si una sola cosa es demasiado importante… ¿Para qué una lista? ¿Qué sentido
traer el resto? No sé, tal vez para no estar yendo y viendo al almacén.
A veces
mi mamá revisaba lo que había traído y decía en tono de lamento, “¿Sabes qué olvidé pedirte…?”. Uff… Me
quería morir.
En la
puerta había una cortina de tiritas pláticas y aquel que ingresaba lo hacía
como el cowboy en el saloon del lejano oeste. Adentro, las señoras charlaban,
ocasión perfecta para entretenerse con el gato del dispensario.
La
cosmogonía del almacén estaba compuesta de una amplia heladera la cual repartía
espacio con la balanza, papel para el fiambre y una pila de diarios cuando
debía envolverse huevos, jabones de tocadores o realizar cuentas complicadas.
Afuera
los cajones de envases vacíos y por supuesto, infaltable las repisas con toda
clase de artículos y una reservada a cajas y cajas de galletitas. Recuérdese
que antes vendían por peso, no como ahora que son paquetes cerrados y contiene puro
aire.
La
heladera del almacén era una pantalla cinemascope en la que se apreciaba
fiambres, sachets de leches, mantecas, gaseosas de vidrio, quesos frescos y
latas de dulce de batata y membrillo.
Así
que cuando necesitaba comprar –pongamos, un yogurt frutado- ocurría un formidable
diálogo entre usted y la cabeza servicial del almacenero, ingresando a las
frías regiones de la heladera.
Yo
confieso que amaba ese momento de infructuosas indicaciones. Me producía una
pequeña gracia recibir del otro lado el rostro perplejo del tipo, enarcando las
cejas y preguntando, “¿vainilla o
frutilla?”. Casi siempre me señalaba el equivocado y luego de varios
intentos, retiraba el indicado.
Con
los años llegué a calcular que el espesor del vidrio distorsionaba. O que al
almacenero le gustaba jugar conmigo a equivocarse.
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Para
terminar, una pequeña historia.
En ciertos barrios, los muchachos creen
firmemente en el regreso del amor distante. Se habla de un procedimiento mágico
que es gritar el nombre de la mujer amada, al paso de una bandada de
golondrinas.
Desde luego, conjeturamos que las
golondrinas saben en qué barrio vive la señorita en cuestión. Por lo demás, los
resultados varían… Muchas veces, ella transita su vida ignorando al enamorado. Otras
veces recibe el mensaje de las golondrinas y aun así, elige seguir adelante con
la inexistencia del enamorado.
Los buenos enamorados opinan que hay una
oportunidad en esta vida y consiste en encontrarnos para siempre.
En
este mundo, las cosas demoran cuando se perciben esperadas. El hombre que
piensa en la mujer ausente, no es sino una alegoría de su propio fin… La
condición fugaz de la vida.
¿Y
quiere que le diga algo? Una mujer es capaz de producir efectos lumínicos. Los
lugares cambian y se iluminan con su presencia. El corazón del enamorado, pero
también el barrio del cual proviene. Y no interesa que este sea humilde o vaya
a caerse del mapa, ese barrio se ilumina porque está ella. Los puntos
geográficos e incluso circunstancias pasadas se iluminan –únicamente- cuando
está la mujer amada. Por eso creo que uno es enteramente uno cuando tiene la
maravillosa posibilidad de ser correspondido en el amor.
Además,
¿sabe el valor poético al mostrarle a la mujer que ama, ese barrio que lo vio
nacer? Revelar qué mirada tenemos del universo es entregar nuestra alma al
otro.
Quizá
ya somos bastante grandes para tocar timbres y salir rajando. Ni siquiera están
los viejos amigos de inolvidables escondidas, ni manos salvadoras que nos
descongelen de una mancha… Cada pequeño retroceso temporal de la mente es una
parte de nuestra humanidad que espera ser rescatada del olvido.
Me
parece que más que lamentar lo perdido, esta publicación trata de reflexionar y
buscarle la vuelta a la tristeza. No sentarse a llorar por lo que perdimos,
sino descubrir la forma de no volver a perder todas aquellas cosas que una vez
amamos con tanta intensidad.
Dedicado
a los que permanecemos encerrados en la cáscara del adulto, deseosos de salir a
la calle para jugar y amar… De una buena vez y para siempre.
Nacho
Jueves
17 de Noviembre de 2022.