A lo largo de la historia resultan habituales las creencias sobre el destino de las almas. Desde luego, su geografía y ubicación varía conforme la mirada de profetas,
visionarios o artistas de cada cultura.
Al respecto, las primeras nociones llegan
desprovistas de recompensa o castigo, pues parecen simples foros de reunión y
permanencia, sin distinción entre buenos y malos. Las formas difieren, aunque comparten
una idea inquietante… No había tormentos ni felicidad.
Enkidu era amigo de Gilgamesh y cuando murió,
Gilgamesh cavó un agujero para que su espíritu fugara. Tras ello, indagó acerca
del Más Allá y obtuvo indicios… Enkidu estaba polvoriento, roído por las
polillas y dijo que siete murallas protegían el Aralu, desalentando los intentos
de escape. Añadió que las desgracias no
cesaban tras la muerte. A decir verdad, los pueblos sumerios, mesopotámicos,
asirios y caldeos no dudaban que justicia divina ya comenzaba en vida.
En el Aralu gobernaba Ereshkigal, hermana de
Ishtar y estaba próximo al poniente, pasando el desierto. Bueno, casi todas las
civilizaciones antiguas ubicaban a los muertos en el oeste y así emparejar la
alegoría del movimiento solar.
Los asirios dieron un tono más terrorífico al
asunto. De hecho, una tablilla hallada en Asur, ciudad a orillas del río Tigris
cuenta la visión que tuvo un príncipe al descubrir que la eternidad está poblada
de dioses monstruosos, como Nedu, el dios cabeza de león, pies de ave y manos
humanas, el dios Manitu, cabeza de cabra, manos y pies humanos. Etc.
El Sheol hebreo era similar al Hades griego y consistía
en una inmensa cavidad con forma de sepultura llena de barro, polvo, gusanos y
silencio. Demasiado silencio, opinan algunos autores… Acaso el peor infierno al
que alguien pueda ser enviado.
El hinduismo tiene el Naraka, una región donde
castigaban y torturaban a las almas. Era una estructura de cavernas, debajo del
Yambu Duipa y en el interior de la Tierra. Hay varios Narakas -y por
consiguiente- distintos castigos y tormentos. Por ejemplo pasar por el ojo de
una aguja, caminar por el filo de una espada con las manos atadas, ser
arrojados a buitres y aves de rapiña, cargar grandes pesos, atravesar aguas
asquerosas, etc.
Nombremos al Arbuda, una parada oscura y fría,
rodeada por montañas heladas y azotadas por ventiscas. En el Nirarbuda hace más
frío que en el anterior, dejando los cuerpos llenos de sangre y pus.
El frío del Aṭaṭa es implacable. Provoca un
temblor en la boca que da nombre a este Naraka. Muy parecidos son el Hahava y
el Huhuvu. Las brisas frías del Utpala agrietan la piel congelada, abriendo
heridas de sangre en la carne. En el Mahāpadma, finalmente, el cuerpo del
condenado rompe en mil pedazos, dejando los órganos expuestos al frío. Se dice
que el tiempo de sentencia es veinte veces más que los años vividos.
Osiris reinaba el Aaru y describe un campo
fértil o de Juncos, similar al delta del Nilo. Para merecer su estancia era fundamental
que conciencia y moralidad -representados por el corazón del espíritu- pesara
igual que una pluma llamada Maat, la armonía cósmica, porque las cuestiones de
ultratumba estaban burocratizadas. Sin embargo, la esperanza de una vida nueva
no resultaba mejor que en la Tierra… El Aaru entrañaba un largo y penoso viaje,
lleno de peligros. De allí que el espíritu del difunto dependiese de los
conocimientos adquiridos en la vida pasada y de las palabras mágicas que
parientes y amigos del difunto registraban en el Libro de los muertos.
Todo parece indicar que los egipcios tenían
una burocracia de ultratumba que combinaba el rigor de la justicia con el
cumplimiento de extenuantes rituales. Recuérdese que el peor castigo era la
reducción del sujeto a la nada, mediante la destrucción de sus componentes. A
esto llamaban “segunda muerte” y si bien parecía un atisbo de justicia, después
pesaban el corazón para ver si fue piadoso en vida, porque eran más importantes
las fórmulas. Los formularios que había que llenar, antes que la conducta…
Igual que la justicia de este mundo.
Los griegos tampoco alcanzaron a establecer
una región venturosa, pues los Campos Elíseos constituían una suerte de barrio
residencial del Inframundo. Cuando Odiseo conversa con las sombras de los
héroes muertos, ellos afirman que prefieren ser esclavos en la Tierra que reyes
en el infierno. Sin embargo, sobrevivieron testimonios que hablaban de jueces
que pretendían mejorar el destino de los muertos, pero se trataba de reformas
insatisfactorias. Se pensaba que habiendo jueces debería existir alguna
recompensa o castigo, de lo contrario, ¿para qué hay jueces?
El paraíso vikingo estaba reservado para quienes encontraban la muerte en combate.
Morir de viejo o morir en la cama era una deshonra para los nórdicos. Al final
de la batalla, las valquirias recorrían el campo y trasladaban a los muertos al
Walhalla, un salón techado de escudos de oro y provisto de quinientas copas.
Cada
mañana, los espíritus iban a un campo de batalla y combatían. Al cabo de la
jornada, todas sus heridas curaban, los miembros cercenados regresaban a sus
lugares y quienes morían, resucitaban. Así, día tras día. No promete ser un
paraíso deseable, digo, dedicar una vida a la guerra y morirse, solo para
volver a combatir durante la eternidad. Es como trabajar de administrativo y una
vez muerto, ocupar un cargo de oficinista en el paraíso.
Los
persas fueron los primeros en labrar el concepto de recompensa y castigo. Ahí
tiene el famoso puente Chinvat, instalado sobre los abismos del infierno. Las
dimensiones del puente están sujetas a las faltas morales del que lo atraviese.
El justo lo transita sin mayores complicaciones, directo al paraíso de Ormuz. En
contraparte, el indigno tiene un camino estrecho y tembloroso que acaba
precipitándolo al fuego eterno del dios Arriman.
Acerca del Yanna, el paraíso musulmán, parece
dividido en siete cielos. Cuentan que con ayuda del arcángel Gabriel, Mahoma
trepó por una escala luminosa -cuyo primer nivel peldaño estaba en Jerusalén- y
recorrió los jardines de Alá.
El primer cielo está hecho de plata y las
estrellas cuelgan de cadenas doradas. En cada estrella, un ángel centinela
impide a los demonios invadir los territorios sagrados. Asimismo, espíritus que
encarnan en diferentes animales para interceder ante Dios por el destino de las
bestias.
El segundo cielo es de acero bruñido, donde
Mahoma conversó con Noé. El tercero tiene piedras preciosas y está bajo la
autoridad del ángel de la muerte, de ojos separados por setenta mil jornadas de
camino. Posee un libro en el cual anota los nombres de quienes nacen y borran
los que mueren.
El cuarto cielo es de plata fina. Un ángel,
cuya altura es igual a quinientos días de camino, derrama ríos de lágrimas
causadas por la maldad humana. En el quinto cielo, que es de oro, vive el ángel
de la venganza.
El sexto está hecho de piedra transparente. El
ángel a cargo es mitad de nieve y mitad de fuego y es básicamente un empleado
de vigilancia.
En el séptimo cielo hay una criatura angélica
más grande que la Tierra. Presenta setenta mil cabezas, en cada una setenta mil
bocas y cada boca setenta mil leguas que cantan la gloria de Dios.
Los
antiguos pueblos americanos desconocían la
redención. En realidad, las virtudes no garantizaban el ingreso al
paraíso, pero el modo de morir determinaba las características de su
permanencia en ultratumba.
Por
ejemplo, los aztecas tenían tres cielos. Al cielo oriental iban los guerreros
muertos en contiendas y los sacrificados en el templo. Recuérdese aquella
costumbre de sacrificar personas para garantizar la estabilidad de un universo
propenso a la destrucción. Al amanecer, las almas acompañaban al sol hasta el
cenit y después de cuatro largos años se les permitía regresar a la Tierra como
mariposas o pájaros cantores.
En
el cielo occidental estaban las mujeres muertas al dar a luz y volvían a la
Tierra como criaturas nocturnas e instalarse en las encrucijadas para devorar
niños. Por su parte, al cielo meridional iban las almas elegidas por Tlátoc, el
dios de la lluvia. Eran almas de gente que había muerto ahogada, fulminada por
un rayo, suicidio o enfermedades relacionadas con el agua.
Los
que no alcanzaban dichos cielos les esperaba un destino todavía peor, que es el
cielo septentrional. El alma del difunto debía atravesar ocho submundos. Para
ello, el condenado era provisto de comida y obligado a cruzar ríos caudalosos,
montañas cuyas laderas chocaban entre sí, eludir ráfagas de dardos, trepar
rocas quebradizas y ahuyentar jaguares. Al final de la penosa jornada arribaban
a un lugar de tinieblas donde obtenían una espantosa recompensa… El olvido.
De acuerdo a Swedenborg, los objetos,
instrumentos y ciudades celestiales son más complejas, mientras que los colores
más variados y vívidos. En el cielo no existe el tiempo y las apariencias de
las cosas cambian según los estados de ánimo. Los ricos continúan amasando
fortunas, aunque pobres de espíritu y ascetas están excluidos de los goces
paradisíacos porque no los comprenden.
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Las
ideas del cristianismo eran diferentes a las que profesaba el paganismo. En
principio, el amor no debía perturbar el delicado equilibrio de las alianzas
familiares. La gente no se casaba porque estuviese enamorada, sino porque había
que dejar un sucesor en el trono o mejor disfrute de amantes ocasionales.
En
general, los padres elegían al candidato a cambio de algún redito económico,
político o territorial. Obviamente existía el amor, pero eran pocos los que
lograban eludir las obligaciones paternas y casarse con la persona que
realmente amaban.
Con
el paganismo no quedaba claro si uno iba al cielo o al infierno, pero eso
cambió con el cristianismo. Eso sí, el cielo cristiano estaba reservado
exclusivamente a los que habían contraído matrimonio. Y puesto que no se
producía -o admitía- ninguna relación extra conyugal, en fin, el cielo prometía
un aburrimiento ciertamente insoportable.
Allá
por el siglo XII, el cielo cristiano era el centro de reunión entre damas
nobles y valientes caballeros y la divinidad, algo que molestó a poetas y
pensadores, pues soñaban con sus amantes en el paraíso. En ese entonces, la
religión dictaba que ante la presencia de Dios, el caballero debía abandonar su
devoción por la mujer amada y dedicarse fervorosamente al encuentro con lo
divino.
Andreas
Capellanus era un pensador, horrorizado con semejante descripción y diseñó un
cielo adornado de plata y carmesí y mujeres hermosas que esperaban a sus
amantes. En algún punto recuerda al cielo musulmán, aquel donde las huríes eran
tan dulces, que una gota de su saliva bastaba para endulzar los mares del
mundo.
Un
amante medieval llamado Aucasinn ansiaba ganarse el cielo, pero sospecha que
sea una morada deseable. Aucasinn prefería el infierno de los hombres delicados
y estar junto a Nicolette, la más bella de sus amores, antes que un paraíso
colmado de curas viejos, arrodillados y rezando día y noche frente a los
altares.
Audreu
fue un trovador que escapó a este dilema metafísico y aseguró la posibilidad de
estar junto a la amada en el cielo. De hecho, ahí tiene a Dante y su grandiosa
obra, La Divina Comedia. Sin embargo, Boccaccio sugirió que el poeta recibió de
Beatriz apenas una sonrisa. Dante había transitado todas las organizaciones
celestiales, infernales e intermedias, solo para encontrar a su amada adorando a
Dios… Parece muy poco una sonrisa para semejante itinerario.
El
fraile Jordán de Sajonia fue precursor al fundar un convento de monjas. Se
cuenta que envió 37 cartas a la monja Diana degli Andalò. Según el razonamiento
del fraile, aquel amor a Dios y la pasión por Diana tenía que culminar en la
Jerusalén celestial. Hizo gestiones de todo tipo… Visitó gente con palanca en
asuntos celestiales, rezaba siempre, daba el asiento en el colectivo, trataba
de no usar malas palabras, cocinaba las recetas de la hermana Bernarda, etc. No
tuvo suerte.
Más
adelante vino Petrarca. Petrarca amaba a Laura y en su angustiada mente imaginó
una poética invitación de su amada a compartir el otro mundo. Parecía imposible
la simple y convincente armonía del cielo, entre lo humano y lo divino. A
diferencia del fraile Jordán, Petrarca ni siquiera tenía sombra de
esperanza.
Tuvimos
que esperar a los artistas románticos para que el amor en el cielo dejara de
estar prohibido o visto como pecado. Los escritores declararon audazmente que
tras la muerte, los justos recuperarían a su pareja en el cielo, porque los
enamorados debían disfrutar la felicidad de estar juntos, incluso en el
paraíso, al lado de un dios favorecedor de los buenos amantes.
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Quiero
realizar un melancólico aporte...
Pensemos
en las penas de amor. A un tipo le gusta una mina, pero ella no lo quiere. Y algo
peor que eso… La mina se declara enamorada de otro.
Ahora
bien, como él es muy creyente, confía en la felicidad paradisíaca, es decir,
espera reencontrar a esa mina en el cielo. ¡Error! Si a usted no lo quieren en
la Tierra, tampoco lo querrán en el cielo. El que sufre por amor y gana el
cielo, no halla consuelo, porque aquel que no lo quiso en la Tierra, estará en
el cielo con el que amaba. ¿Se entiende? No se puede gestar una desdicha celestial
-la del otro tipo- únicamente para complacer a un señor que ha sufrido en la
Tierra. Además, ¿cuál es el mayor deseo de la mina, acosada por un señor que no
le gusta? Precisamente, no verlo nunca más.
Lejos
de las especulaciones acerca del destino final de una persona, el inconveniente
llega a la hora de establecer la compañía, porque lo que uno precisa para ser
dichoso en el cielo, es lo que a otro le produce la desdicha. De modo que habría
que construir paraísos fantasmagóricos y encontrar allí a quien desee
encontrarse. Al menos, la apariencia del otro, ya que seguramente la persona
que amamos estará disfrutando de su propio cielo y de sus propios fantasmas.
Para
ser dichoso conviene renunciar a la verdad. El disfrute del amor no consiste en
salir a pedir garantías o reclamar cada cosa que nos entusiasma. No hay actitud
tan mezquina y miserable que la leguleya y policiaca. Un amante debe ser
crédulo y si lo que tiene delante es un engaño, pues estará bien igual y no perdiendo
el tiempo en descubrir dónde está el engaño. Porque es lo que hacen muchos.
Insisto,
el amor no es más que complicaciones. Peor todavía, cualquier legislación estará
en su contra. Haga lo que hiciere, nadie lo querrá solo porque a usted se le
ocurre.
El
amor es una bengala luminosa. Estalla en el cielo, una vez en un millón de años
y cuando cree estar en presencia de ese espectáculo... ¿Qué hace? ¿Contrata a
un detective para que siga al otro y averigüe con quién se junta, a qué hora
sale del trabajo, quiénes son sus amigos, a qué hora se levanta, etc.?
Me
parece que si uno tiene la bendición de estar junto a la persona amada, debe
aprovechar ese milagro, porque los milagros escasean. Usted no se imagina el
tiempo que nos pasamos hablando pavadas con gente que no nos importa,
preguntando hasta qué hora circula el subte o comprando caramelos en el kiosco.
Estamos
condenados a vivir entre quienes no nos aman y quienes no amamos, así que si le
toca un amor milagroso... Aproveche, haga algo más productivo que preguntar, "¿qué hacías a la noche que no atendías
el teléfono?”.
En
definitiva, yo creo que deberíamos insistir en una rima superior, entre la
persecución del destino y la mujer amada y entonces por fin nos libraremos de
estas sociedades industriales, consumistas y tecnológicas que contribuyen a la
degradación del amor y al menoscabo de su esencia más divina.
Nacho
Martes
21 de Marzo de 2023