¿Qué vas a ser cuando seas grande?


¿Somos libres cuando elegimos? ¿Qué hay detrás de cada vocación?

 

Entendemos por mandato a cualquier pauta, disposición o

resolución proveniente de la parte superior de una jerarquía.

 

Los mandatos sociales son aquellos conceptos que oímos de niños y asumimos como absolutas verdades, sin cuestionarlos o examinar alguna excepción o discrepancia. A propósito de ello y más allá del deseo de un padre o la sugerencia de un cuñado, la UBA brinda un servicio de apoyo vocacional. Son evaluaciones realizadas por profesionales con el objeto de dilucidar la personalidad del estudiante y sus planes a futuro.

 

Un mandato parece referirse a la recomendación ordenadora de los padres, pero también de la escuela, las religiones, el Estado y los medios de comunicación. Ejemplos de mandatos sociales, “casarse y tener hijos”, “trabajar para ser exitoso”, “no desear a la mujer del otro”, “derrote a la vejez con tal crema”, etc.  

 

Otro aliado poderoso dentro de la cultura occidental es el alcance de la popularidad o la fama. Es el deseo de sentirse parte de algo, sea contando aspectos no trascendentes o exhibiendo asuntos íntimos de su vida, porque la sociedad valora la fama. Incluso aunque usted resulte un perfecto desconocido. Por eso nunca ha sido sencillo decidir la vocación y menos en esta sociedad, sumida en la decadencia y en la acción erosiva de las barreras entre el profesionalismo y los charlatanes que analizan livianamente sobre temas que a otros les ha costado años y años de estudio.  

 

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La vocación implica transitar hacia un horizonte completamente distinto. En principio deberá repartir el tiempo en otra clase de compromisos, asumir nuevas responsabilidades, conocer personas afines, etc. Pero, ¿qué esconde la elección de una vocación?

 

Pensemos a partir de la ilusión de los padres que esperan ver a su hijo recibido de abogado o médico. Si consigue el título, entonces habrá valido el esfuerzo. De lo contrario, vivirá acosado por la sombra de la frustración.

Ahora pensemos en el que se admite carente de capacidades materiales o intelectuales para estudiar una carrera. O en aquel que aparentemente nada lo conmueve. O en el que tiene salir a hombrear bolsas en el puerto.

Ambos casos parecen diferentes y sin embargo comparten algo en común… La titánica presión de hacer lo que sea para no caerse del sistema.

 

“¿Qué vas a ser cuando seas grande?”

 

Si algo nos dice la historia, es el modo en el que los mandatos construyen la subjetividad de una persona. Pero, ¿somos libres para elegir o cualquier elección es una muestra de la fuerza ordenadora de los aparatos sociales?

 

Un mandato o dictado social es aquel mecanismo por el cual, una vez apropiado, encaminamos la existencia en su dirección. Así, la vida se transforma en un cumplimiento de las expectativas ajenas, jamás de las propias. Nos apropiamos del deseo del otro. Hablemos de situaciones tan banales como irse de vacaciones o pasarla bárbaro un sábado a la noche, hasta situaciones redondamente cruciales como armar una familia o saber finalmente qué haré con mi vida cuando alcance la mayoría de edad.

 

Aristóteles asociaba la felicidad a la autorrealización, a desplegar aquello que mejor nos define como individuos singulares. En otras palabras, ser feliz remite a una oportunidad de relacionarse con todo lo que nos encantaría hacer. ¿Es posible? ¿Vinimos a este mundo con un propósito, una finalidad, un designio? Y si así fuese, ¿cómo encontrar esa información? ¿Dónde encontrar la verdad sobre nosotros mismos?

 

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Desde la salida del hombre antiguo hacia la era moderna, muchos conceptos religiosos han quedado disueltos en el camino. Sin embargo, no percibimos su vigencia. A eso se conoce como secularización.

La clave está en comprender que lo que hoy parece totalmente superado, en realidad permanece entre las sombras. Los trasfondos sociales cambian, claro que sí, pero la matriz o el sustento místico de nuestras acciones permanece. De ahí que las vocaciones se alimenten como una voz a la que cada uno necesita obedecer.

 

Sea cual fuere la religión, la voz oída ya no pertenece a Dios, sino a uno mismo. Es una voz que invita a revelar la identidad, pues necesitamos saber quiénes somos. Peor todavía… Creemos venir al mundo para cumplir un propósito y por ende, nos comprometemos a descubrirlo.

La vocación se impone como un hallazgo divino, como si en algún rincón de la conciencia estuviese la respuesta última por nuestro propio y singular espacio en el universo.

 

Descubrir una vocación es entender cuáles prácticas realizar y así desplegar la identidad en función de lo que nos rodea. La verdad de la humanidad coincide con un hacer, por eso ejerciendo un rol, una función, una labor o profesión, las personas se sienten realizadas.

 

“¿Qué vas a ser cuando seas grande?”

 

La vocación tiene origen en la religión. Escuchar la llamada de Dios no solo dicta nuestra verdad, además nos convoca, nos selecciona, nos llama. Siglos más adelante, el término identificará la inclinación o interés hacia cierta forma de vida o trabajo. De ahí que la vocación tenga ribetes religiosos y sea fundamental para toda conversión. Al fin y al cabo, suele decirse que la voz de Dios es una orden que no puede ser desoída, ¿no?

 

¿A qué apunta una llamada vocacional y qué revela la identidad? ¿Existe una sola identidad? ¿Cómo se relaciona con la vocación?

 

Si la identidad es única, esencial, necesaria, definitiva y todo cambio supone una falla o una degradación, deberemos conjeturar que la vocación es irrenunciable. De este modo, así como padeceremos la necesidad de saber quiénes somos, también la presión de creer que en cada elección vocacional se juega la verdad de nuestro ser.

 

“¿Qué vas a ser cuando seas grande?” Respuesta… ¡Qué sé yo! Como si la esencia de una persona fuese medianamente estable. Como si hubiese una manifestación idéntica y verificable de los estímulos. Como si lo importante no residiese en la búsqueda.

 

La elección vocacional resulta artificiosa, pues con la pregunta no elegimos una profesión, sino que vamos al encuentro de nuestra naturaleza más íntima.

 

Esta metafísica de la vocación es bastante ingenua. Como si el dispositivo social –en sus propuestas profesionales e institucionales- fuese un fiel reflejo de todas las vocaciones surgidas de modo genuino. Como si para cada llamado vocacional hubiese una profesión que la realiza. Quiero curar a la gente, existe la medicina. Quiero enseñar, existe la docencia. Quiero redistribuir o no los recursos de un país, existe la economía… ¿Y si todo resultara justamente al revés?

 

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Hay varias formas de pensar la diferencia entre vocación y profesión, principalmente en su disidencia, porque el impulso vocacional es siempre una soberanía del deseo. Ese deseo asociado bajo términos existenciales, esto es, de continuar buscándose uno, más allá de que jamás terminemos por encontrarnos. Lejos de toda propuesta institucional y sobre todo, muy lejos de la enajenación de un sistema que exige el cumplimiento de roles, maquillados de supuestas realizaciones personales.

 

La vocación es la búsqueda, no su finalidad. Por eso es diferente el hecho de ir tanteando qué es lo que nos convoca en términos vocacionales, a tener que encajar en las estructuras de un sistema de trabajo que define de antemano lo que se espera de nosotros. Y encima, que rara vez coincide estrictamente con el deseo propio.

 

Es que el deseo ocasional nos sume en un estado de búsqueda infinita que nunca cierra, mientras que la clave de la sociedad enajenada es precisamente que no quede nada abierto.  

 

Podríamos considerar a la vocación como una resistencia, una voz que recuerda que toda realización es ilusoria. Pensar la vocación como un fantasma que asedia y se niega a resignar su deseo en propuestas institucionales que enajenan. Mejor aún, un eterno retorno a la pregunta sobre si nos estamos realizando en lo que hacemos. Y puesto que la respuesta suele ser negativa –ambigua, en el mejor de los casos- la vocación se transforma en una disonancia entre la identidad y cualquier propuesta de realización.

 

¿Y entonces? A mí me parece que no se busca la identidad, sino que la identidad es una búsqueda. Nadie sabe a ciencia cierta quién es uno, hasta que explica a qué se dedica y termina encasillado. Por lo cual el consejo que daremos aquí es… ¡Huya! Haga lo que el corazón pida y escape de lo que pretenden hacer de usted, una tradición familiar, un estereotipo, una verdad ineludible, etc.

 

Los mandatos coaccionan, disciplinan y modelan a una persona en las necesidades de una estructura que, primero establece sus profesiones y después acomoda las vocaciones.

Claro que se necesitan médicos, docentes y economistas, pero porque ya existe un ensamblaje social que dispuso un orden social… El dispositivo define los roles y luego somos nosotros quienes nos acomodamos a sus necesidades.

 

Ninguna voz resuena en el Olimpo griego y en todo caso, si hay una voz, es la de la inquietud vocacional que siempre está acorde con las instituciones. Si una vocación aparece entre las opciones que el dispositivo social ofrece en sus góndolas profesionales, entonces claramente no elegimos.

 

La vocación es una llamada que incomoda. Siempre vamos a sentir que aquello que elegimos no alcanza. Nuestro deseo va a chocar con el intento institucional de su encorsetamiento… Dicho al revés, nunca nuestro deseo de realización va a encontrar su cauce en un sistema, cuyo propósito esencial, es la administración de ese deseo. Por eso la vocación, como sucede con todo deseo, nunca cierra. Al contrario, abre.    

 

Alguien podrá preguntarme, “¿qué vas a ser cuando seas grande?” Supongo que lo mismo que ahora, lo que siempre me ha convocado… Tropezar una y otra vez en mi búsqueda, en un laberinto de barrios, calles y avenidas que esperan y aún desconozco.

 

Nacho

 

Lunes 24 de Abril de 2023