Vivir un tiempo sin tiempo

 


Veremos cómo sacamos adelante una charla acerca de la felicidad.

 

En principio, la enciclopedia dice que felicidad es

emoción o estado de ánimo que experimenta la conciencia en momentos de conformación, bienestar o adquirido ciertos objetivos deseables para el individuo.

 

Los filósofos griegos vinculaban la felicidad con la ética, una disciplina filosófica encargada de estudiar y analizar las normas y criterios que determinan lo que es correcto o incorrecto dentro de una sociedad.

 

Una vez muerto Patroclo a manos de Héctor, los dioses entran en pánico, pues entienden que se iniciará una batalla muy personal y nada habrá de detenerlo. De hecho, el rey Príamo abre las puertas de la ciudad para resguardar a Héctor de la ira de Aquiles. Héctor no logra ponerse a salvo, así que Apolo distrae a Aquiles, escondiéndolo en un manto de bruma, pero el círculo estaba cerrado… La diosa Atenea se convierte en Deífobo y arroja una lanza contra Aquiles, sin causar el menor daño. Héctor vuelve su mirada y Deífobo ha desaparecido… Héctor sabe que va a morir.

 

Protegido detrás del escudo, Aquiles detecta una vulnerabilidad en la armadura troyana y con extraordinaria precisión destroza el cuello de Héctor de un lanzazo.

 

La felicidad en los mitos estaba unida a la búsqueda de sabiduría, al honor en combate, la perpetuidad de un nombre, pero más allá de los resultados, el héroe aceptaba el destino que le deparaba. Por eso el carácter trágico en las historias clásicas.

 

Repasemos conceptos de la antigüedad.

 

Eudaimonia es un término griego referido al crecimiento humano y que está por encima del placer momentáneo, pues abarca una sensación de propósito, bienestar y trascendencia. Aunque sujeta a los cambios del destino, Heródoto de Halicarnaso la consideraba imprescindible para la escritura de la historia. Heródoto apostaba a la escritura como una forma de preservar la memoria, ante la perpetua mutabilidad de la fortuna.

 

Heródoto nos regala el encuentro de Solón, uno de los Siete Sabios de Grecia y Creso, rey de Lidia.

 

Orgulloso de su poderío, Creso preguntó a Solón quién era el hombre más dichoso. Contrariamente a lo esperado, Solón respondió que ese título le correspondía a Telo de Atenas, que claramente remite a la ubicación de un albergue transitorio.

 

Telo fue un hombre que residió en una buena ciudad, tuvo hijos honrados y llegó a verlos adultos. Después de una vida afortunada, también una muerte gloriosa… Perdió la vida en un combate de los atenienses contra sus vecinos, tras lo cual recibió grandes honores.

 

Craso reiteró la pregunta y el sabio propuso considerar el final de todo asunto. Muy furioso por las palabras de Solón, Creso decidió no escucharlo. Estas conductas imprudentes y una serie de oráculos mal interpretados desencadenarán la ruina de Creso…

 

La explicación de Solón, similar a la de Sófocles, habla de construir valores familiares y comunitarios, seguros y confortables, pero que también incluyesen una buena muerte.

 

Tales de Mileto decía que la crueldad y la fealdad eran enemigos de la felicidad, porque la felicidad dependía de la bondad y la belleza.

 

Según Platón, la felicidad no está en las posesiones materiales o el disfrute del placer sensual, ya que son fugaces y temporales. En cambio, la felicidad platónica reside en la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Asimismo, la educación capacita de discernimiento y la distinción de lo que es verdadero y lo que es falso. Solamente el conocimiento, la contemplación del saber divino y la comprensión de la realidad le dan un propósito a la vida.

 

La felicidad aristotélica es el proceso activo y continuo de una vida amueblada de virtudes morales, habilidades intelectuales y relaciones sociales satisfactorias. Eso sí, tuvo sus críticas. No faltaron quienes resaltaban la presencia de factores externos e incontrolables, como bien podría ser la suerte.

 

Aristóteles identifica tres formas habituales de felicidad. La primera guiada en la satisfacción de los impulsos, comparable a la de los animales. La segunda es mediante la aprobación del otro, llámese los honores y las riquezas por haber cumplido grandes hazañas. La tercera es la contemplativa, el individuo actúa racionalmente y entiende que la felicidad es un fin en sí mismo, es decir, no son necesarios los lujos, el poder ni las ovaciones.

 

Para Diógenes el Cínico, los conflictos humanos revelaban la decadencia. Nada produce más infelicidad que la civilización y por tal motivo postulaba un retorno a los instintos básicos.

 

Epicuro rechazaba la dependencia por considerarlo un agente del dolor. Así que se centró en la importancia de la vida sencilla, la amistad y el cultivo de la sabiduría y mantener un temperamento desprovisto de incertezas, dolores corporales y demás perturbaciones.

 

Entre los romanos, el término felicidad aparecía en decretos o proclamas oficiales en los que se concedía el triunfo a un general victorioso o las inscripciones conmemorativas de grandes victorias.

 

Durante un discurso en el Senado, Cicerón definió a la felicidad como la buena fortuna que ayuda a los designios nobles. Sin embargo, a diferencia de los griegos, los romanos resaltaban los valores de una vida pública puesta al servicio del estado y de la comunidad en tareas políticas y militares.

 

En palabras de Tito Livio, felicidad e infelicidad están relacionadas al éxito o fracaso en la guerra y en menor medida, en los asuntos políticos. Casi nunca para designar la vida privada. Es más, el propio Tito Livio reconoce que Perseo de Macedonia había disfrutado de la felicidad en el campo de batalla.

 

La historia cuenta que el general y político Lucio Emilio Paulo había recibido honores triunfales por sus victorias y al mismo tiempo sufrido la muerte de sus hijos, con lo cual no cabe ninguna duda que la felicidad del estado romano era importante.

 

Simultáneamente al crecimiento artístico y urbano de la Edad Media, Europa recibe el azote de epidemias, guerras, hambre, tiranías y corrupción. Crece el temor a la muerte y a predicarse la ilusión de redimir las desdichas terrenales en una próxima vida. Obviamente, ¿cómo no inquietarse a una dicha que recién llega tras la muerte? Digo, acá nadie tiene apuro en morirse.

 

Los mitos nórdicos enseñaban que cabía ser feliz, aún en la pobreza. Los que morían derramando sangre del enemigo o heridos en batalla iban al Valhalla, ciudadela de Odín.

 

El Valhalla estaba destinado al placer y los juegos. Los guerreros luchaban durante el día y sus lesiones sanaban hacia la noche. En caso de morir, renacían a la mañana siguiente. Los que se rodeaban de bienestar y morían ancianos o a causa de enfermedades, acababan en los helados territorios de Helheim.

 

El caso es que, mediante la venta de indulgencias, una persona se garantizada el consuelo paradisiaco. Algunos autores renacentistas son inexactos y difieren los tiempos. O el paraíso está en el pasado, tiempos de Adán y Eva. O en el futuro, cuando el reino de Cristo descienda entre nosotros. O en el presente, en comunión con los ángeles.    

 

Sin embargo, Dios fue perdiendo centralidad y la felicidad a desaparecer del cielo. La transición de una mentalidad espiritual a otra racional dio paso al humanismo, un pensamiento ético sobre el valor de la vida, aunque sin dogmas ni mandamientos. Para el criterio humanista, los significados se creaban individualmente.

 

Por ese entonces, Descartes encuadró una sutil distinción entre ventura y felicidad. La ventura dependía de lo que estaba fuera de alcance, mientras que la felicidad era voluntad del espíritu y una satisfacción que no poseían los afortunados.

 

John Locke se animó a beber del vaso de Descartes y afirmó que la felicidad no era una disposición de circunstancias externas. Leibniz comparó la felicidad a una impresión de perfección o excelencia que procede de la inteligencia. Añadiría que la inteligencia, además de reaccionar ante la presencia de valentía o belleza, nos hace crecer y entender la realidad.

 

De acuerdo a David Hume, la felicidad requería difusión, un significado que dominará la vida, de punta a punta… El progreso.

 

Después de la Edad Media, en la que el concepto de felicidad se pospone hasta la muerte y la entrada al reino de los cielos, en la modernidad, la felicidad ya no es un concepto colectivo, sino individual. Sobre todo, sinónimo de libertad, independencia, de hacer lo que uno quiera. Aunque, desde luego, el Estado debe de garantizar unas mínimas condiciones.

 

Así, la felicidad se quitará su ropaje azaroso, su gesto divino, su virtud de buena conducta y la felicidad configurará un derecho universal... Pero, ¿alcanzará para todos?

 

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La ciencia y la tecnología renovaron la esperanza de vida y la felicidad a no depender de circunstancias maravillosas, de manera que la disposición y el compromiso del hombre cambiaron. En cuanto a cuestiones de enfermedades, el éxito de la medicina refuerza la metáfora del cuerpo humano como máquina y entonces se espera que ciertos alimentos mejoren la salud, impidan el aumento de peso, refuercen la vitalidad, retrasen la aparición de arrugas o prevengan el envejecimiento. No se trata de disfrutar los años que disponemos, sino aguantar lo máximo posible.

 

Robespierre declaraba que una felicidad masiva optimizaba las condiciones de la población y una felicidad pública, la construcción de ciudadanos. Ahora, ¿la felicidad es realmente un asunto privado? ¿Decidimos ser felices o algo superior decide por nosotros?  

 

Los hombres persiguen la felicidad y cada cual esconde su propio secreto. Sin embargo, las sociedades son orientadas a una pluralidad de bienes tangibles e intangibles, que son los que representan el grado de importancia en la sociedad. Algunos son felices ganando dinero, recibiendo honores, realizando viajes, refaccionando su casa, cambiando el modelo del auto, etc.

 

Tras años de sacrificio, un estudiante se recibe y descubre el abismo entre la vocación y las circunstancias laborales. Lo que daba casi un hecho, no ha colmado sus intereses y nada lo hará. ¿Por qué? ¿Cómo coincidir expectativa con realidad? ¿Por qué conviene ir a la escuela? ¿Esperan trabajos menos felices? ¿El trabajo bien pago da felicidad o hay trabajos infelices por mal remunerados? ¿Y si el trabajo fuese la principal fuente de alienación humana?

 

Rousseau declaró que el progreso hacía infeliz al hombre, por ende, sugería aislarse de la voluntad popular. Samuel Johnson consideraba que una cultura, cuya norma sea la felicidad, suscitaba una culpa de infelicidad suficiente para multiplicarla.

 

Bentham sugirió medir la felicidad a partir de variables como intensidad, duración, certeza, temporalidad, proliferación, pureza y divulgación. Más que felicidad, parece el instructivo de un electrodoméstico. 

 

Según Kant, la felicidad era un concepto complejo y no podía reducirse a una sola definición o búsqueda. Creía que era subproducto de una vida guiada por los principios de la ética –o lo que es igual- representa un ideal de la imaginación. En la percepción kantiana, la felicidad era una consecuencia del cumplimiento de los deberes y la adhesión a los principios morales y su regulación en sociedad.

 

Los primeros estudios que avanzaron en el comportamiento, concluyeron que la aspiración es el combustible de la felicidad, de ahí que un retraso o aplazamiento genere ansiedad. El resto de los seres vivos carecen de aspiraciones, les basta cumplir sus funciones biológicas y el hombre envidia eso.

 

La cultura del trabajo estimula al desarrollo de una sociedad y a someterse a actividades que no siempre resultan gratas. Al fin y al cabo, nadie vive del aire. Ahora bien, el dinero no da felicidad, pero es la zanahoria del conejo. La sociedad de consumo funciona en vista que la realidad presenta un abanico de oportunidades. ¡Y ni el ocio se salva! Malas noticias, el ocio es otro producto del mercado.   

 

El proceso de industrialización comercializó la vida y la felicidad traducida a la adquisición de productos y servicios. En este punto, Borges indicaba lo pequeña que son las alegrías de un pueblo, cuyos trabajos o quehaceres, adormecen la expansión crítica de la razón. Yo no imagino a Mozart enfrascado en la mundanidad hogareña. El que está obsesionado en los pasos de una vacuna o apresar el poema perfecto, no pierde tiempo armando las compras del supermercado.

 

Sísifo divisó un águila que cargaba a Egina, hija de Asopo y de inmediato conjeturó que era Zeus. Salió a avisarle a Asopo y viéndose descubierto, Zeus decidió castigar la indiscreción. El príncipe de los dioses envió a Tánatos, una deidad menor que simbolizaba la muerte no violenta. Tánatos no contaba con la astucia de Sísifo y en un forcejeo, Sísifo lo inmovilizó. Esta temeraria maniobra provocó la suspensión de la muerte en Grecia.

 

El caso es que Ares liberó a Tánatos y juntos enviaron a Sísifo al Inframundo, pero el dios Hades autorizó a Sísifo de regresar y castigar a su esposa al incumplir el sacrificio habitual a los muertos. Con la premisa de no volver al Inframundo, Sísifo anduvo yirando en la clandestinidad… Hasta que murió anciano, rodeado de olvido y miseria.

 

Una vez en la cima, la roca desciende y el trabajo reanuda. Sísifo padece el Inframundo, consumido en una repetición eterna de su condena.

 

Sísifo advierte que su destino es trágico. Trágico porque absurdo. Haga lo que hiciere, empujará una roca hasta el final de los tiempos. Entretanto, no puede ocupar la mente en asuntos cruciales, sino aceptar dócilmente, una existencia sin sentido…

 

Inspirado en los trabajos de fábricas y oficinas, Albert Camus escribió un ensayo sobre el esfuerzo inútil y descubrió que el mito de Sísifo es una metáfora de la actualidad.

 

El utilitarismo postulaba que la acción correcta es la que conduce a la mayor felicidad a mayor número de personas. La filosofía utilitaria enfatiza el bienestar social y la felicidad colectiva como base para la toma de decisiones éticas.

 

Sabemos que la cultura suministra los ideales. ¿Por qué a veces es señal de excelencia y en otras, un dispositivo contra la extinción? ¿Qué explica la dignidad del trabajo? ¿Los corruptos, los viciosos o los libertinos no pueden ser felices? Eso es justo lo que plantea Calicles, un sofista ateniense. Calicles argumenta que nadie quiere ser ético y virtuoso –y en caso de serlo- no le queda otro remedio, porque se impone el poder coercitivo de la ley. O el miedo a ir contra la corriente.

 

Al interior de una sociedad, dominada por felicidades artificiales y cortoplacistas, muchos caen en la obligación de trabajar en lo que no les gusta. Y es que el consumo estimula una felicidad sin límites, provocando el efecto de una carencia irreparable. Sin embargo, una saciedad de felicidad, constante y sonante, refuerza la tristeza. Desluce la cotidianidad. Al rato, aburre. Deseamos ser felices, pero en un punto justo. ¡Vaya paradoja! Leibniz señala que la felicidad tiene contundencia. Acaso, ¿de qué sirven los silencios, las distancias, los días vacíos y grises? Respuesta, para robustecer las ganas de tropezarse con verdaderas alegrías.

 

Es doloroso presenciar el derrumbe de referentes culturales, tradiciones y valores familiares. Influidos y alentados en una alarmante exposición de belleza e imagen, la popularidad parece indispensable para aspirar a la felicidad. Ya no se trata de una tenacidad artística, científica o intelectual, simplemente una disposición al baile, al canto o la creencia de falsos talentos en los medios de comunicación. 

Asimismo, estos nuevos formatos de felicidad dictan que el amor y al placer sexual exige un físico perfecto. La felicidad moderna está hecha para la juventud –y digámoslo pronto- para que ser feliz, hoy tiene que gustar. Y si posee una estabilidad económica, mejor todavía. Todo ello le asegura el éxito social.

 

Frente a la ausencia de nobles argumentos, aquellos por los cuales nos jugaríamos el pellejo, uno queda atrapado en la inadaptación y la angustia… O bañado y sin fiesta, como gustaba decir a mi abuelo.

 

A los que somos vecinos de la inquietud y enemigos a muerte de la comodidad burguesa… El significado de la felicidad nos moviliza.

 

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Probablemente haya sido un hedonista al reconocer el placer como el primer bien innato en nosotros, ya que desde el placer comienza todo acto de elección y evitación. Al placer volvemos usando el sentimiento como patrón por el cual juzgamos algo bueno.

 

Aunque siempre confundida, la felicidad no es placer.

 

La antropología halla un concepto que rima con lo antedicho, esto es, las sociedades apolíneas distinguen un equilibrio de valores que definen lo virtuoso, lo bello y lo útil. En otras palabras, una armonía sostenible y sin sobresaltos.

Las sociedades dionisíacas, en cambio, exploran estados de placeres, tan múltiples como exóticos. Son placeres que no procuran una saciedad, más bien una persistente exaltación de las pasiones.

 

Stuart Mill decía que todos aquellos que deseen conseguir felicidad deben perseguir el placer, entendiendo por felicidad al placer y ausencia de dolor y por infelicidad al dolor y ausencia de placer.

 

Henry Thoreau apuesta a una felicidad circunstancial, aquel placer desatado en un momento determinado.

 

Según Demócrito, la felicidad constituye la medida del placer, lejos de los excesos. Para Aristipo, el placer es el objetivo y la felicidad, el sistema que rigen los placeres. Hegesías de Cirene niega los adornos del placer… La vida es placentera en sí misma.

 

El filósofo griego Epicuro había encuadrado al placer en tres categorías, naturales y necesarios, que son los requisitos de supervivencia como comida y refugio. Los naturales e innecesarios, el arte culinario, las fantasías sexuales y la pretensión al lujo. Y los deseos sociales banales y sin contenido, como la riqueza, la fama y el poder.

 

En una charla, Robert Lustig, endocrinólogo pediátrico, anota las diferencias entre placer y felicidad.

 

El placer es pasajero. La felicidad es indisoluble.

 

El placer es visceral. La felicidad es etérea.

 

El placer es apropiarse. La felicidad es dar.

 

El placer se puede conseguir con sustancias. La felicidad no.

 

El placer se despliega en soledad. La felicidad, en grupos sociales.

 

Los placeres extremos son regulados a través de la adicción, entiéndase sustancias o comportamientos. Y nada tan deseable como ser partidario de la felicidad.

 

El placer es dopamina. La felicidad es serotonina.

 

Dopamina y serotonina son neurotransmisores y su función es la comunicación entre neuronas. La primera regula operaciones cerebrales, ejemplo, la motivación, el placer y la recompensa. Está encargado de la satisfacción inmediata, del éxtasis y las imágenes de placidez al lograrse algún propósito.

La segunda vinculada a la alegría, la satisfacción vital, la serenidad, la felicidad, además de regular el apetito y los ciclos de sueño.

 

A fin de recibir placer, la dopamina repercute en el comportamiento. Naturalmente, el organismo exigirá mayor dosis para sostener el mismo estímulo, porque se crea una tolerancia. Al aumentar las dosis, las neuronas mueren. Esta parte del proceso se conoce como adicción.

 

La serotonina es inhibidora, no estimulante. Es un neurotransmisor que actúa sobre las emociones y el estado de ánimo. En el enamoramiento, por ejemplo, los niveles de serotonina se disparan, aunque sin los trastornos y agresiones propios de las drogas.

 

Abro paréntesis. Valiéndose de la fascinación que aviva el alcohol, las publicidades venden la experiencia de una ingesta indiscriminada. Y entonces, usted tiene bebidas alcohólicas en reuniones familiares, asados entre amigos, eventos futbolísticos, salidas a boliches, etc.  Y en eso consiste la trampa… Estimular un placer que al principio parece amigable, pero que a la larga le abre las puertas de par en par al descontrol, la ridiculez, el descaro, la grosería, la actitud patoteril. Quiero decir, en una sociedad culturalmente deteriorada, el alcohol sofoca cualquier indicio de civilidad.

Cierro paréntesis. 

 

Durante la gestación, el hambre permanece a resguardo. Al nacer, el bebé sufre una sensación desconocida y estalla en llanto, porque el llanto es la descarga de ansiedad más poderosa. Acto seguido, la madre le da la teta, el bebé se tranquiliza y aprende tres puntos fundamentales.

El primero, ese malestar puede calmarse, el segundo, la calma es exterior a él y el tercero, para que suceda, la calma debe ser llamada. La presencia materna suscitará el perfil de un paraíso irrecuperable, puesto que instantes previos al nacimiento, el bebé no precisaba llorar para alimentarse.

A veces escucho, “hoy estoy bien” y confunden estar bien con no estar mal y no estar mal con ser feliz. Cuidado con eso. Yo invitaría no confundir la necesidad de sentirse bien, en tanto la necesidad está privada desde el nacimiento y comprendemos que las cosas se piden. Al principio con un llanto, más tarde, gestos y al final, mediante palabras… La pérdida nos constituye.

 

Spinoza postula que el deseo es una esencia opuesta a la tristeza y la muerte. En el fondo, todo deseo es deseo de sí, deseo de realizarse. Dado que el objeto del deseo es secundario al deseo, no deseamos las cosas que nos parecen buenas… Al revés, son buenas porque las deseamos. Sin embargo, me parece que la felicidad y la tristeza subrayan el conocimiento del objeto. Por tal razón, el conocimiento produce un estado de apertura o clausura hacia el otro.

 

Las sirenas engañan con gran belleza y dulzura en su canto. De la cabeza al ombligo tienen cuerpo de mujer y una escamosa cola de pez, oculta en el mar. Gracias al ardid de sus melodías, los navegantes son hipnotizados y devorados.

 

Odiseo estaba al tanto del canto de las sirenas. Consciente del riesgo, ordenó a la tripulación taparse los oídos con cera y ser amarrado al mástil, sin importar sus ruegos. Cuando las sirenas se acercaron, Odiseo quiso arrojarse al agua, pero nadie aceptó desatarlo.

 

¡Cuántos habrán sucumbido a los encantos de las sirenas! Tentados a pequeños placeres, conviene atarse al mástil de la razón, antes que sea demasiado tarde. Antes que a la hermosa Penélope no le interese nuestro regreso a Ítaca. 

 

La doctrina del estoicismo se afirma en mostrarse indiferente a lo que le sucede, que casi nunca tiene relación con lo que uno espera. Claro, pero aceptar algo que no ha sido deseado y someterse, es peor que cambiar de deseo a cada rato.

 

El psicoanálisis manifiesta que los instintos básicos del hombre moderno son incompatibles con una vida que históricamente reclama respeto al trabajo, la disciplina, la reproducción monógama, etc. Cuando los principios culturales funcionan, el hombre se organiza, es consciente y aprende las rigurosidades de las leyes y del bien común. De modo que el placer, en cualquiera de sus expresiones, sobrevive en el inconsciente, amenazante.  

 

La represión del deseo posibilita el adelanto de una civilización. Obviamente, la racionalidad inspira las bases del capitalismo, el progreso, el conformismo y una disciplina que además de conquistar, aliena y esclaviza. En semejantes circunstancias, el hombre no tiene condiciones para ser feliz.

Marcuse enfrenta al psicoanálisis freudiano, en tanto se pretende curar una enfermedad sociológica y en realidad, ayuda a reinsertarse en una sociedad que genera su propio mal. Marcuse agrega que, en medio de la pobreza, el malestar y el horror, la felicidad resulta obscena.

 

La felicidad parece una emoción ausente. Eso esclarece la cantidad de libros de ayuda, terapias, conferencias, segmentos televisivos, etc. Lo que ocurre es que hay un estímulo orientado a la prosperidad, el epicentro de todas y cada una de las actividades. La economía es la fuerza que regulariza nuestro temperamento deseante.

 

Remitir el deseo al consumo, establece una conexión directa con la desigualdad y la enajenación. En las sociedades capitalistas ocurre un acceso desigual y segundo, al pensar la felicidad en términos de desear objetos, obtenemos una felicidad muy vulgar, del mismo tamaño que los objetos de la que depende. Agrandar la familia, gozar de salud, obtener un trabajo, modificar los azulejos del baño, todo configura un modelo de ordenamiento político, económico y cultural. Pero la felicidad no se incentiva como un cultivo del alma y del pensamiento, sino bajo la simple apariencia de un ciudadano que tiene los papeles al día.    

 

La felicidad actual revela la sujeción material, es decir, identificarse a través de las cosas, en lugar de esforzarse en ser una persona noble y auténtica, pese a sus carencias. Sin embargo, al mundo solo le importa el triunfo personal.

 

Pascal opina que la diversión es lo único que consuela nuestras miserias, aunque el precio a pagar es la pérdida de sensibilidad. La demasiada diversión nos aparta de la realidad e impide pensar seriamente en el otro.

 

Al igual que el ser humano, la felicidad es mutable al paso del tiempo. Absorbe su entorno, los adelantos de cada época, en fin, nunca parece anclarse a un concepto.

 

A lo mejor, más que alegrarse por la adquisición de una licuadora, quizá la felicidad sea una actitud heroica imprescindible para encarar los sucesos más cruciales y dramáticos de la vida.

 

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¿Se puede ser completamente feliz?

 

En la medida que se solucionan las dificultades que ofrece la cotidianeidad, la felicidad parece presentarse como un estado emocional positivo. Para Freud, la felicidad surge de satisfacer necesidades acumuladas y que habían alcanzado un nivel de tensión. Por lo cual, Freud habla de felicidad como un episodio liberador.

 

El Barón de Montaigne decía que para resistir los embates de la vida había que entender el paso del tiempo. ¿Por qué? Y porque al no ser eternos, lo que nos falta es tiempo. Es absurdo querer manipular, acelerar, lentificar o detener las agujas del reloj. O la vida pasa volando o no pasa más. Al respeto, el poeta Horacio plantea disfrutar la felicidad del presente, el único tiempo posible.  

 

En gratitud por el trato a Sileno, el dios Dioniso ofreció un deseo a Midas, rey de Frigia. Midas no dudó y quiso que lo que tocase se convirtiera en oro. Y así fue. Recorrió el palacio y saltaba de alegría viendo las cosas volverse áureas al contacto. Más tarde tuvo hambre y al tomar una uva, volvió perla dorada, lo mismo al beber vino, en oro líquido. De pronto, el gato preferido saltó encima y cayó como pesada figura radiante. Espantado, buscó a su hija y en el abrazo, se convirtió en estatua dorada.

 

Abrumado al comprender que solo abrigaría el frío contacto del oro, rogó a Dioniso que quitara el don. Midas ya era dichoso con el perfume de sus rosas, la calidez del gato en el regazo y la alegre compañía de su hija. Para recuperar su estado original, el dios aconsejó bañarse en el río Pactolo y después salpicar con sus aguas todo lo que hubiese tocado.

 

Allí está ahora... Enjuagándose, ansioso de volver a disfrutar lo que amaba.

 

Un ilustre filósofo chino, Lao Tzu, aseveraba que planear la felicidad a futuro o recordarla desde los arrabales del pasado, habla de personas ansiosas y nostálgicas, respectivamente.

 

Al comparar las felicidades pasadas con las desgracias recientes, hasta parece razonable esperar lo que deparará el futuro. Y así, uno sale a transitar el presente de un modo pasivo y neutro, sin expectativas, como sucede los domingos a la tarde. Abrumado por una rutina de ocupaciones superficiales que envuelven toda felicidad, en el aburrimiento y la distracción.

 

Ese carácter temporal diferencia la felicidad del placer. Siendo el placer, inmediato, insustancial y efímero, resulta difícil ser feliz en un mundo injusto, conflictivo, adverso. Y si no, ¿cómo hablar de felicidad, sin detenerse en el sufrimiento que nos rodea? La humanidad está apresada a una época que arrastra al fracaso, la duda y la insatisfacción.

 

Según Lord Byron, el recuerdo de la felicidad entristece un rato y el recuerdo de una tristeza, entristece para siempre. La tristeza pesa más que la felicidad y la diferencia de presión entre ambas instancias, resignifica la dimensión de nuestros paraísos.

 

El imperio persa estaba extendiendo su poder y las tropas ya estaban cerca de las fronteras orientales de Lidia. Aunque cueste creerlo, Creso resolvió confiar el diseño de su estrategia a algún oráculo. Como no sabía a cuál consultar, tuvo la idea de mandar un mensajero a cada uno de ellos para comprobar la exactitud de sus profecías. Los enviados tenían orden de presentarse puntualmente en el centésimo día después de su partida y preguntar qué es lo que estaba haciendo Creso en ese momento. El rey había elegido una acción infrecuente, despedazar una tortuga y un cordero y cocinarlos en un caldero de bronce.

 

Al regreso de los emisarios, Creso se sorprendió al ver que uno de ellos traía la respuesta correcta. Era el que venía de Delfos, precisamente el oráculo que había prometido el final de su estirpe. Inmediatamente, llegaron ante la pitonisa suntuosos regalos destinados a certificar un dictamen favorable, un león de oro que pesaba más que cuatro hombres robustos y ciento diecisiete lingotes rodeándolo. Además, se ordenó que todos los habitantes de Lidia hicieran un sacrificio ritual por el oráculo. Una vez cumplidas estas maniobras de soborno, el rey se presentó ante la sacerdotisa. La respuesta fue la que todos conocemos... "Si atacas a Ciro, un gran imperio se destruirá".

Creso atacó y después de sangrientas batallas, sucedió lo que el oráculo decía. Cayó un gran imperio. El de Lidia, El de Creso.

 

El rey Ciro quiso celebrar la victoria quemando vivo a Creso. Se encendió una enorme pira y cuando el fuego ya lo alcanzaba, Creso recordó a Solón, el sabio de Atenas que alguna vez le había aconsejado prudencia y gritó su nombre por tres veces. El gran Ciro sintió curiosidad y mandó a sacar al prisionero de las llamas solo para que le explicara quién era Solón. Creso habló. Después de contar la vida de Solón, dijo que también podía revelar al rey de los persas todo lo que sucedía al otro lado del Egeo, en Atenas, en Corinto, en Áulide, en Esparta y logró que Ciro le perdonara la vida.

 

El glorioso rey de Lidia terminó sus días como esclavo y alcahuete de los persas.

 

Hace poco encontré la carpeta de 5to año y en las últimas hojas, algunas frases escritas por mis compañeros. Al revisarlas, descubro “Nunca te niegues a soñar”. Y al principio sentí nostalgia y luego indignación, porque la autora era una novia que por ese entonces me juraba amor eterno. Claro, 30 años más tarde me había dado cuenta que estaba terminando conmigo. Por fin había entendido que en el amor no existe la indignación, sino la tristeza. La tristeza de saber que no lo quieren o que han dejado de quererlo.

Al igual que Creso, no interpreté correctamente las señales. Así que, mire… La madurez enseña a no ilusionar a quien no se ama. ¡Está mal eso! Si usted ama a Fulanita, vaya hasta el final, haga lo que sea, pero jamás la ilusione. No empiece una relación que luego dejará a mitad de camino, mediante un artilugio de indirectas, desplantes o indecisiones.    

 

La felicidad demanda una coincidencia temporal, es decir, no toda felicidad pasada es deseable, porque si bien algunas cosas nos hicieron felices, quizá hoy ya no lo hagan tanto. ¿No es absurdo un amor de la adolescencia? ¿Qué tiene en común aquel muchacho con este señor que somos ahora? Nada. La felicidad es signo de la pasión y lo que llega en tiempos de desamor, es preferible que no llegue nunca.

 

Me parece que la felicidad es hija de la ingenuidad poética. Si no hubiese forma de sostener las ilusiones y convencerse que aún podemos torcer la historia, todas las relaciones amorosas serían fatalmente mediocres. Bastaría con desentenderse del asunto y salir con cualquiera que esté más o menos a nuestro alcance, porque lo importante es no estar solo. Bueno, no.

 

Los guerreros medievales entrenaban en la caza de dragones, conscientes que los dragones no existían…

 

Es mejor arriesgarse y no rendirse, a vivir como si nada. Sin temor a que algún día no le importemos más a quien nos ama y comience a gestar en su interior el olvido.

 

Borges aseguraba que morimos con la última persona que nos olvidada. ¿Por qué los viejos afectos continúan presentes en la vida diaria? Respuesta, porque viven en nosotros. No salen de sus casas a recibirnos con los brazos abiertos, no asisten a nuestros cumpleaños, las calles del barrio han borrado el rastro de sus pasos, etc. Aquellos afectos que perdimos no están donde estaban, pero son voces internas, guiándonos con sus palabras y consejos. Hoy están donde estamos nosotros, en cualquier lado y con un deseo de reencuentro permanente.

 

Nos constituye la obligación espiritual de ser lo que aún no somos. A diferencia del resto, el hombre posee historia. Ni el helecho, ni el cocodrilo, ni las estrellas dudan de su propio ser. Transitan un período de evolución, en cambio, el hombre decide segundo a segundo. Incluso cuando no cree que lo hace.

 

La vida humana no es sencilla, pero resulta más atrayente que la de un elefante marino. Así y todo, amamos la imperfección. Somos lamparitas titilando, apagándose y prendiéndose en un mundo que se expande al infinito y en el cual, nadie escapa a la ausencia, al olvido y a la muerte. Por eso salimos detrás de la felicidad… El amor ayuda a pensar que no todo está perdido.

 

Las páginas amuebladas con hechos felices justifican una biografía. Sin embargo, los episodios más transcendentales siguen en blanco. Y es una noticia estimulante, porque combate el conformismo y mantiene en actividad la mente y el espíritu. Desde luego, la pulsión del capitalismo condena a movernos en ámbitos o relaciones proveedoras de infelicidad. Trabajar para mejorar un status o estar con alguien que no amamos, es estar solo. También no descubrir un lenguaje que aluda a las mismas inquietudes o hallar un punto en común. El hombre del progreso está más solo que nunca.

 

Sábato decía que la comunión son efímeros puentes que nos conectan con el otro. Por un rato, permite emigrar de esta suerte de islas que somos.

 

En los cuentos, los dioses tienen el poder de demorar el curso de la luna a su voluntad para que una noche tenga la duración de varias. Así fue aquella noche, había una lluvia de horas que jamás parecía acabar y nosotros las bebimos con ansia, sedientos, después de todo el tiempo que habíamos estado separados.

 

La distancia entre la felicidad que buscamos y lo que en verdad encontramos, ocasiona una pérdida de tiempo y, sin embargo, esa pérdida es la que sostiene con vida el deseo de ser felices.  

 

En mi opinión, habría que vivir un tiempo sin tiempo. Lo repito porque me encanta… Vivir un tiempo sin tiempo. Vivir un tiempo en el cual no haya que mirar al pasado y hacer anotaciones, ni recriminaciones de ninguna clase. Tampoco mirar hacia adelante y anticiparse a cualquier imprevisto. No, no. Únicamente dejarse arrastrar por el oleaje de esa hermosa mujer que uno ha visto, en el caldero mágico de su imaginación.

 

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La felicidad es tan liviana, que apenas percibimos su llegada. Nunca antes, ni después. Sería todo un detalle que nos avisaran y recibirla como corresponde y disfrutar minuciosa y cabalmente ese momento. ¡Error! Por esa razón no se presiente. Si pudiera augurarse, no sé… Que ese estado de algarabía fuese alertado por una alarma o encendiéndose una luz especial, probablemente esa consideración le arruinaría la felicidad.

 

Transcribo unos párrafos de Sobre héroes y tumbas.

 

Se sentaron en uno de esos bancos que miran hacia el río. Pasaron una hora sin palabras o al menos sin decir nada importante… Pensativos, en ese silencio que tanto inquietaba a Martín. Las frases eran telegráficas y no proyectaban como antes. Martín se cuidaba de aludir a cosas que malograsen la tarde, aquella tarde trataba como a un enfermo querido, ante el cual debe bajar la voz y evitar el menor contratiempo.

 

Pero ese sentimiento era contradictorio en su esencia. Si Martín quería preservar la felicidad de aquella tarde, era precisamente estar con ella y no al lado de ella. Introducirse en cada uno de sus intersticios y de sus células, de sus pasos, de sus sentimientos, de sus ideas. Dentro de su piel, encima y dentro de su cuerpo. Cerca de aquella carne ansiada y fascinada, con ella dentro de ella… Una comunión y no una simple, silenciosa y melancólica cercanía.

 

De modo que preservar la pureza de aquella tarde no hablando, no intentando entrar en ella era fácil, pero tan absurdo e inútil como no tener ninguna tarde en absoluto. Tan fácil e insensato como mantener la pureza de un agua cristalina a condición de que uno, muerto de sed, no beberá.

 

Supóngase que le pidiesen imaginar el paraíso. De inmediato sacará a relucir sus preferencias y amueblará ese paraíso con lo que precisa para sentirse feliz. Y más que el paraíso, será un barrio cerrado. Sin embargo, hay algo peor. A fin de que nada ni nadie le arruine la felicidad, adoptará precauciones. Aun sin dañar, tampoco sin condolerse, erige una pared, una distancia, una situación o un prejuicio que impida percibir el sufrimiento del otro. ¡Y eso está mal! ¡Muy mal! Porque en una de esas sucede un milagro y entonces se da cuenta que el amor no es una cuestión de elecciones personales, sino algo que le ha ocurrido. Yo convido enérgicamente rechazar una felicidad cuyos fundamentos sean no distinguir, ni considerar el dolor ajeno.

 

Pensaba en la felicidad de Martín, el personaje de Sábato. Bueno, será momento que el otro se entere que nos gusta. No que vaya y tire la puerta abajo o mande una carta documento o intervenga su línea telefónica. No, no. Pero hay que hacer algo. Ármese una fogata en un terreno baldío y sacrifique un buey. Embárquese hacia Troya y desate una guerra. Metamorfoséese en constelación así su alma logra ser vista en el cielo. Haga lo que quiera, pero haga algo. Y si no, ¿cuándo no hacer nada? Simple, cuando el otro no le gusta.

 

Después de la visita de Moisés, no hubo mortal digno de conocer el Paraíso… Salvo Joshua ben Levi, un erudito del siglo III d.C. Joshua había sido un hombre muy piadoso y en tiempos de vejez, Dios envió al ángel de la muerte y la gracia de un último deseo.

 

Muy bien, Joshua le dijo al ángel de la muerte que deseaba ver cómo el Paraíso y conocer a Dios. El ángel aceptó la petición y una vez allí, puso al erudito sobre sus hombros para que espiase a través de los muros celestiales. Sin embargo, consciente que el ángel tenía prohibido el ingreso al Paraíso, Joshua saltó el muro y gritó que se quedaría allí… El resto pertenece a otra historia.

 

Conjeturo que mientras rajaba, Joshua habrá realizado gestos y visajes obscenos, esos que realiza uno creyéndose haberse salido con la suya.

 

Martin y Joshua se nutren de un amor que está encima del resto. Ambos aspiran a la felicidad, aunque la disposición será fundamental en la resolución de sus historias. Mientras que Martín se dedica a la clásica adoración romántica, Joshua se burla de la muerte, salta el muro y acude a lo que cree que es su felicidad. 

Aquí no estamos en contra de la adoración, al contrario, nos resulta simpática, pero nos preserva. En algún punto, la adoración nos inmoviliza. La persona que hace del objeto de su felicidad, un culto, requiere como principal condición que no se mueva. Y siendo el amor, un fenómeno en constante movimiento, coloca al sujeto en un estado de desesperación, luego una mezcla de fastidio y desconcierto y posteriormente en desencanto. ¿Por qué? Y porque no se mueve. He ahí la contradicción. Por eso siempre es mejor vivir de cerca lo que de lejos se admira, ¿no le parece? 

 

Hay una resignación cósmica presionando a vivir circunstancias banales o a relacionarnos con personas no producen la menor felicidad. Entonces, antes que deshacer su felicidad, disfrútela. Esa es la trampa del amor. La única forma de ser feliz es mediante el engaño. ¿Y cómo sé que delante de mis ojos está la mujer más hermosa en el mundo? Tendría que escarbar entre palabras y sinónimos que le hagan justicia, pero en el fondo, toda definición acorta los horizontes de la poesía.   

 

Siempre recomiendo atender las señales del universo. No son tantas. Descubrir a la mujer más hermosa no solo ha mejorado este desdibujado espacio de escritura, también la sensación de la compañía, aún en los momentos más solitarios...

 

Alejandro de Macedonia dijo a Roxana, después de haber derrotado al rey Darío.

 

“Te reconocería en la total oscuridad, si fueras muda y yo sordo. Te reconocería en otra vida, en diferentes cuerpos, diferentes momentos. Y te amaría en todos ellos, hasta que la última estrella del cielo ardiera en el olvido. No me iré sin ti, si tú deseas venir. Me dolería más allá de lo imaginable que la guerra terminase mañana y nunca volviera a verte…. Si tienes que ir, sabes que iré contigo».

 

Las fuerzas superiores no parecen esconder sus celos y a regañadientes, dictaminarán cómo finalizará la preciosa historia de nuestra felicidad.

 

Ignacio

 

Jueves 28 de diciembre de 2023