Los juramentos

 

 
 

Los juramentos revelan una rigidez y un posterior castigo a quien los olvida.

 

Deyanira necesitaba cruzar el río Eveno y el centauro Neso se ofreció a cargarla en su lomo. Sin embargo, quiso violarla y un flechazo de Heracles lo detuvo. En agonía, el centauro dijo a Deyanira que su sangre poseía cualidades afrodisíacas y bastaba rociar sobre una prenda. Lo que no aclaró es que tenía veneno de la Hidra de Lerna. Al parecer, Heracles enfrentó a la Hidra, un monstruo de múltiples cabezas, colmillos y aliento letal. Justo después de liquidarla, impregnó sus flechas con bilis ponzoñosa de la bestia La misma sangre que contaminó de muerte a Neso, sellaría el destino del inocente.

 

El rey Éurito prometió unir en matrimonio a su hija Yole al vencedor de un certamen. Heracles ganó sin despeinarse y viendo que Éurito no cumplía la promesa, resolvió matarlo y de paso, raptar a Yole.

 

Deyanira estaba casada con Heracles, así que, para acabar con sus infidelidades, empapó las pilchas del marido con sangre de Neso. Tan pronto las vistió, el cuerpo acogió el veneno. Reunió a sus amigos en el monte Etna y les suplicó ser quemado. A ver, no aguardar a que muriese, sino quemarlo vivo. El voluntario fue Filoctetes. A cambio, recibió el arco y flechas del héroe. Filoctetes construyó una pira funeraria y más tarde cortó unas ramas. En medio del incendio, Heracles hizo jurar que no revelaría la localización de la pira. Escena muy curiosa, ¿no? Heracles envuelto en llamas y reclamando juramentos, mientras Filoctetes les sacaba lustre a los regalos.  

 

La barriada no tardó en notar la ausencia de Heracles. Uno de los muchachos aseguró haber visto a Filoctetes cargando un arco y flechas que no les pertenecían. Mantuvo el secreto por un rato, pero luego caminó directo hacia la pira y apoyó un pie, confiando que no trasgredía el juramento. Error.

 

Filoctetes se preparaba para invadir Troya hasta que una serpiente atacó un pie, provocándole una herida dolorosa y hedor desagradable. Ignoramos si la herida causaba el hedor o el hedor era previo a la herida. Sea a causa del olor a pata o los alaridos de dolor, Agamenón decidió abandonarlo en la isla de Lemnos.

 

Transcurrieron 10 largos años y los griegos no conseguían derrotar a los troyanos. Un adivino predijo que la única forma era mediante las armas de Heracles. Odiseo y Neoptólemo, hijo de Aquiles, viajaron a la isla de Lemnos para disculparse de Filoctetes y convencerlo a que regrese.

 

Asclepios curó a Filoctetes. En principio, el dios Apolo lo sumió en un sueño profundo. Macaón cortó la carne muerta y lavó con vino las llagas. La herida sanó gracias a una planta secreta que Asclepios había recibido del centauro Quirón.

 

Pierre Grimal anota que el relato mítico de Filoctetes fue la primera intervención quirúrgica con anestesia.

 

Cada vez que el arco narrativo incluye un juramento, el protagonista comete perjurio. O bien le resta importancia o porque incurre en el olvido o un evento superior lo demora. De inmediato, el protagonista sufre todo tipo de maldiciones.

 

El rey Tindáreo planeaba casar a Helena con un noble, así que convocó a los príncipes de Grecia. Helena es obligada a elegir marido y a que todos jurasen actuar contra aquel que dudase del derecho del elegido por Helena. Y ella elige a Menelao, pues tenía mayor riqueza y poder. Vino el rapto de Paris y los príncipes que juraron, marcharon a Troya. ¡Una guerra que duró 10 años! “¿Quién me mandó jurar?”, más de un príncipe habrá estado preguntándose.

 

El juramento es una forma de fastidiar los destinos. Y si no, ¿qué mejor pretexto para desatar una guerra que trascenderá siglos y siglos? Incumpliendo los juramentos.

 

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Las acciones humanas se refuerzan en los juramentos, auspiciando un estado de fidelidad y garantía. El juramento tiñe a la palabra de nobleza y veracidad. ¿Y a qué apunta el juramento? ¿A una conducta ética, una consideración leguleya, un deseo de eternidad? ¿Cómo defender un juramento? ¿Qué prohíbe romperlo? Cuestionar, refutar, debatir. De eso se trata la vida. Hallar sinceridad, es otra cosa.

 

Debido a la sencillez y cordialidad, las sociedades primitivas desconocían el juramento. Los autores adhieren a que el juramento nace al mismo tiempo que el engaño. Es la sombra del engaño lo que despierta la manifestación del juramento.  

 

El juramento egipcio siguió el camino de la religión. Además de Isis y Osiris, también juraban por dioses animales, como Apis y Sobek.

 

Para los persas, el sol era el único testigo de los juramentos.

 

En textos de Hesíodo se formula a Éride como diosa de la discordia e hija de Nix, la noche. La diosa Éride acarrea las querellas, las mentiras, los embrollos, las palabras capciosas y por fin, el juramento. El autor Higino, por su parte, dice que Éride nació de la unión entre Nix y Érebo, el dios de la oscuridad, las tinieblas y el abismo. 

 

Fidus fue una divinidad romana que protegía los juramentos y vengaba a los perjurios. Habitaba los cielos junto a Fides, diosa de la confianza. El templo de Fides estaba ubicado donde el Senado conservaba tratados y alianzas con países extranjeros. De esa manera, la diosa los resguardaba de miradas indiscretas.

 

La contraparte griega de Fidus era Horco, aunque como abstracción. Personificaba los juramentos, velaba el cumplimiento y castigaba el perjurio. En su faceta punitiva, Horcos iba acompañado de Dice, la justicia, y las terribles erinias.

 

El Antiguo Testamento menciona el juramento de Abraham al rey de Sodoma, el de Abraham al rey Abimelec, el que Eliezer hizo a Abraham y el de Jacob a Labán.

 

El juramento griego estaba dividido en partes. En primer término, la invocación del dios como aval de la palabra, ejemplo, “Lo juro por Zeus.” En segundo lugar, la imprecación, es decir, el consentimiento a recibir castigos si mentía o faltaba a la promesa “Si no es verdad lo que digo, que me parta un rayo.”

 

La severidad del juramento era tremenda, tanto, que obligaba a hombres y divinidades por igual.

 

En Atenas y Esparta, ningún empleo, puesto militar, ni derecho ciudadano se desarrollaba sin previo sometimiento al juramento. En asuntos criminales, los sospechosos juraban en las entrañas de las presuntas víctimas para demostrar inocencia. Extendían ambas manos o y las metían entre la molleja y los chinchulines del difunto y confiesan, “Le juro que yo no he sido”.

 

El soldado ateniense debía jurar fidelidad al Estado. El juramento decía, “No deshonraré la profesión de las armas y jamás me ampararé en una fuga vergonzosa. Combatiré hasta exhalar el último aliento por los intereses del Estado, unido a los demás y solo si es preciso.”

 

Los antiguos conocieron diferentes formas de jurar. Pitágoras afirmaba que el juramento debía buscárselo en la divinidad. Opinaba que nuestra naturaleza albergaba el juramento que la divinidad realizó para conservar la armonía.

 

El filósofo Sócrates juraba por el amor y la amistad. Un juramento que más se parece un brindis de año nuevo.

 

Para solemnizar un juramento, los sacerdotes homéricos hundían un cuchillo en la garganta del animal y derramada la sangre, el sacerdote volcaba un poco de vino y advertía, “Que vuestra sangre y la sangre de vuestra raza empapen la tierra si lo que juráis es falso.”

 

Las aguas del río Estigia servían para declamar juramentos, aunque utilizaban los vasos invertidos de los caballos, porque los cacharros no resistían. Los dioses también juraban en el Estigia y cuando cometían perjurio, les prohibían asistir a banquetes, consejos o bailongos de otras divinidades. Sin embargo, el peor castigo era confinar al dios a un año sin respirar, comer ambrosía ni beber néctar. Objetará, “¡Qué chiste! ¡Son inmortales!”. Y es cierto, los dioses griegos no morían Pero eran sensibles al paso del tiempo.  

 

Aníbal Barca fue un general y estadista cartaginés. Tenía apenas 9 años cuando su padre lo llevó al templo de Cartago y sumergió sus manos en la sangre de un buey sacrificado. Delante de los dioses, le hizo jurar odio eterno a Roma y hostigarla hasta ver su decadencia.

 

Los palicos fueron dioses gemelos, oriundos de Sicilia. El culto a los palicos quedaba en las adyacencias del lago Naftia. Las aves que volaban el lago, morían enseguida y si un desprevenido se adentraba demasiado, moría al cabo de los 3 días. Cuentan que los vecinos de Sicilia escribían sus juramentos en unas tablitas y las lanzaban al lago. Mientras la tablita flotase, el juramento resultaba verdadero. Si se sumergía, quedaban ciegos.

 

Los pueblos escitas eran nómades y juraban por el aire como principio de la vida e imagen de la libertad.

 

Los cristianos de la Edad Media aplicaron pruebas judiciales para purgar la impiedad o el sacrilegio de los juramentos. Eran los llamados Juicios de Dios. Voltaire dedicó un libro entero al tema. Citaré uno…

 

Al que juraba, lo arrojaban encadenado a un río profundo. Si se ahogaba, demostraba inocencia. En cambio, si lograba flotar, culpabilidad. Rescataban al tipo del agua y lo liquidaban. O sea, no importaba la vida humana, sino el valor del juramento.   

 

Algunos apoyaban la mano derecha sobre sepulcros o altares de los santos para brindar testimonio de la verdad o ser vengadores del perjuro. Otros la alzaban para confirmar un contrato o purgarse de los indicios o sospechas de un delito y justificar el derecho de inocencia, aunque existía la piadosa advertencia de que se le secaría la mano derecha al que juraba en falso.

 

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Hablemos del juramento amoroso. ¿Es válido una relación sin juramentos?

 

Los esponsales representaban la promesa que contraían las personas, una preparatoria jurídica que conducía al contrato matrimonial. La forma de celebrarlas consistía en juramentos y entrega de bienes materiales. Naturalmente, la desobediencia condenaba a ciertos perjuicios, entre ellos, la obligación de restituir todo lo recibido.

 

Los historiadores no se ponen de acuerdo. Una parte atribuye el origen a las leyes hebreas, otros a tiempos del Imperio romano. Sea como fuere, el término significa "prometer solemnemente", "comprometerse".

 

Los romanos conocieron las garantías esponsalicias, que era un dinero o bienes que uno de los promitentes depositaba en manos del otro, como señal de que cumpliría la promesa, perdiéndolas si contravenía o en derecho a reclamarlas, si era víctima del incumplimiento.

 

El contrato de esponsales prohibía comprometerse con otra persona. Aquel que lo hiciere, corría el riesgo de recibir una declaración de infamia... En el mejor de los casos.

 

Los esponsales no tenían validez ante incumplimiento, defunción, mutuo acuerdo, decisión de una parte o pruebas que demuestren un impedimento para casarse. En otras épocas, el matrimonio estaba a la vuelta de la esquina. Durante la Edad Media, mantener relaciones sexuales entre sujetos sin vínculo, daba por consumado el matrimonio. Dicho en criollo, usted se acostaba con una mina y automáticamente se los consideraba casados.

 

Las prácticas esponsales cayeron en desuso. Hoy apenas perdura la costumbre de entregar alianzas en el noviazgo, como una forma de prometer fidelidad eterna.

 

El siguiente mito ocurrió en la antesala a la lectura en silencio.

 

Acontio percibió la belleza de Cidipe y en silencio decidió seguirla hasta el templo de Ártemis. Allí recogió un membrillo y con un cuchillo talló, “Juro por Ártemis que me casaré con Acontio”. A continuación, arrojó la fruta escrita. Cidipe recogió el membrillo y leyó en voz alta. Sin darse cuenta, había recitado un juramento y encima en el templo de Ártemis. Cidipe huyó espantada y Acontio exclamó, “¡Pelito pa’ la vieja!” En términos legales, frase para validar como propiedad lo que uno vio primero, aunque esté muy lejos de merecerlo.

 

Acontio regresó contento a la patria, calculando que su artimaña unía a Cidipe en matrimonio. Sin embargo, el padre de Cidipe tenía otros planes. Y acá intervienen los dioses Cada vez que se celebra los esponsales, Cidipe enfermaba. Cancelaban la boda y recuperaba la salud. Cada vez que el padre conseguía un candidato, algo malo pasaba. Harto del asunto, consultó al oráculo y este reveló que Cidipe estaba atada a un juramento.

 

Más por resignación que otra cosa, el padre consintió que Acontio tomara a Cidipe en matrimonio. A fin de cuentas, lo había jurado la muchacha Y el que jura, jura.

 

Es probable que Acontio y Cidipe no hayan sido felices El cumplimiento de un juramento no garantiza la felicidad, más bien lo contrario.

 

Ahora, fíjese. Se revela que el símbolo vale más que la cosa. Es más importante si se hunde o no se hunde una tablita, no la verdad. Es más significativo un membrillo escrito y no lo que pudiese sentir Cidipe.

 

Insisto, no interesa la verdad, sino la formalidad. Lo formal es lo que usted afirma dentro de un registro civil o un templo. Ese es un juramento. No importa si se lo hicieron decir engañado. Pesa más el símbolo que la cosa.

 

Discutamos a quién ofende el descuido o la indolencia en el juramento ¿Al que recibe el juramento o a las instituciones que los producen?

 

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Después de varios conflictos territoriales, el rey de Wagana restituyó una ciudad que no le pertenecía por derecho soberano. Esta medida afectó su carácter ambicioso y acabó colgándose de un árbol.

 

Una vez asumido el trono, Analía juraría matrimonio al que recuperase la ciudad que había perdido su padre. Para darle color al guiso, añadió otras 100 ciudades. El problema es que nadie parecía animarse a semejante empresa. Con el paso del tiempo, nobles, cantores, herreros y siervos del palacio vieron diluirse el entusiasmo de Analía en un interminable océano de melancolía.

 

En la región de Faraka gobernaba Samba, amante de las hazañas. Disfrutaba visitar pueblos y derrotar a sus príncipes. Entre receso y receso, el séquito de Samba celebraba los triunfos y en cierta ocasión, un escudero deslizó el rumor de una princesa reclamaba 100 ciudades. 

 

Samba cabalgó 7 días y 7 noches y descubrió a una mujer sombría, desanimada. Entonces prometió realizar la tarea. Pronto, reyes, príncipes y guerreros de diferentes comarcas llegaban al reino de Wagana, dispuestos a acatar las órdenes de Analía. Entretanto, un trovador la distraía con poemas de héroes, bellas ciudades y poderosos hechizos. Pero quedó fascinada al oír la leyenda de Issa Beer, una serpiente que envenenaba las cosechas de arroz, condenando a los habitantes a la miseria y el hambre. Issa Beer -o mamba negra- era oriunda del río Níger, de aspecto resultaba terrorífico, recubierta de escamas metálicas, ojos llameantes y colmillos similares a los elefantes. Los vecinos del barrio juraban que podía morfarse a un caballo y jinete de un bocado.

 

Muy bien, Analía ordenó liquidar a Issa Beer. Samba recorrió los confines del mundo sin noticias y cuando la tuvo al alcance, se desató una verdadera carnicería. Los brutales embates cambiaron la dirección de los ríos. ¡Altísimas montañas desplomaron, las tierras gimieron! Más de 1.000 lanzas y 100 espadas se perdieron en el curso de 7 años Ninguno prevalecía.

 

Sumamente cansado, una última lanza de Samba puso fin a Issa Beer.

 

Un fiel guerrero marchó a Wagana con la lanza mortal. Analía la contempló unos instantes y reclamó el cadáver de la serpiente para demostrar quién mandaba en la región. Y la verdad es que Samba ya estaba podrido... Ensangrentado y tembloroso, clavó una espada en su pecho, tiñendo de muerte, los desaires de una reina inconformista.

 

Samba fue enterrado en Faraka, ciudad que lo vio nacer y crecer. Analía viajó hasta allí y mandó erigir una tumba colosal, digna de reyes y emperadores. Miles de hombres cavaron sin descanso y construyeron una pirámide majestuosa. Todas las mañanas, Analía vigilaba el desarrollo de la obra, pero jamás le resultaba alta. Anhelaba vislumbrar su propio reino desde Faraka, de modo que el acarreo de toneladas de rocas y tierras no se detuvo Ni la pirámide de ascender.

 

Alrededor del séptimo año, el sol era visible desde la cima Y Analía sonrió. ¡Por primera y única vez! Porque de regreso a sus aposentos procedió a quitarse la vida.

 

A medida que avanza el relato, comienza a sentirse el fastidio de Samba. Uno espera que Analía revea y modifique su actitud demandante. Bueno, no sucede. En ningún momento detectamos un aplacamiento, una desaceleración de imposiciones. Que una acción divina deje sin efecto tantas exigencias. Que la terquedad de someter ciudades y serpientes portadoras de adversidades tengan un límite. Tampoco.

 

¿Y qué sentimiento invade al lector? La inutilidad del esfuerzo amoroso frente al egoísta que desea poseerlo todo.

 

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¿Dónde cuestionar el desgaste, aburrimiento o conflictos en la pareja? Desde el modelo socioeconómico que empuja a priorizar los contratos y más adelante –y con viento a favor- hurgando en el ámbito de los afectos.

 

Muchos amigos míos anhelan un amor estable y está mal. El amor carece de estabilidad, al fin y al cabo, son estables los créditos bancarios. El amor está en decadencia o en crecimiento. No registra ningún indicio de estabilidad. Por eso las garantías jurídicas vienen a reemplazar ese apetito de estabilidad amorosa. O el enamoramiento nace y vuela o el enamoramiento cede y declina. Entre ambas instancias, añadiré que la caída suele ser más veloz que el ascenso.  

Entonces, la familia tiene un colorido muy particular… Nos agradan los cuñados, el tío piola, las pastas del domingo, etc. Ahora, no confundamos amor y planificación. ¿Cuánto dura el amor? ¿Qué depararán los años? No sabemos. Lo que sabemos es que el matrimonio no hará que nos amen para siempre. Nada impide el desamor.

 

Considerando imposible un juramento, la gente elige caminar directo al altar, jurando lo que jamás cumplen. ¿Cómo institucionalizar una promesa que rara vez ocurre? Las instituciones están atrasadas de noticias… El amor no tiene que ver con conducta, empeño, solvencia económica o cuantos papeles firmados presente en el registro civil. ¿Y los hijos? Bueno, organicemos cómo cuidarlos, a qué escuela los mandamos y que no les falte nada. Pero corramos a un lado los sentimientos y sincerémonos… Existen momentos que son eternos, nunca vidas eternas.

 

El amor causa agitación, un descentramiento del ser. De ahí su cualidad milagrosa, porque transforma. El inconveniente del matrimonio es que convierte al enamorado en un funcionario de felicidades a largo plazo y a lo mejor el problema radica en sacralizar emociones que son, justamente Fugaces. 

 

Antes pensaba que éramos instrumento de los dioses y el amor, una cuestión de tiempo… Que sucedía, tarde o temprano. Hasta que entendí que puede hacer algo. Al menos, no darse tanta manija.

 

Por supuesto, hay señores que necesitan contarles a sus amigos lo que han visto, “uh, ¡ayer crucé a mina que es para toda la vida!”. Y lejos de confesar lo que en verdad sienten, abren de par en par las puertas de su corazón. ¿Y qué pasa si la señorita lo rechaza? No importa, el tipo sugiere casarse, comprar una casa, amueblarla, ir al teatro, viajar a Mar del Plata, etc. ¡Listo! La mina consiguió un plan de vivienda. Al cabo de un rato, ambos comprenden que las instituciones no auspician ni sostienen al amor. ¿Y qué ofrecerle a una mujer que no sea yo? Quizá la solución sea nada. Aceptar la derrota. Replegarse en la tristeza, la angustia o la desolación, pues, si usted no le gusta a la mina, ¿qué piensa hacer? ¿Obligarla? ¿Acosarla? ¿Humillarla? ¿Enviarle cartas documentos? ¿Llamar cada 5 minutos? ¿Amenazarla con publicar fotos íntimas? Nada más patético que un hombre persuadiendo en una relación que ya ha fracasado Volverse prisionero de la mina que lo largó y volverse un obsesivo las 24 horas. ¿Y cuál es la salida? Buscarse otra mina. El que pierde el amor de una mujer –aunque duela admitirlo-desandará el camino prodigioso que produce otra mujer.

 

Los mandatos patriarcales y capitalistas instalan la nefasta creencia de que las mujeres solo nacen para descubrir un príncipe azul. En lo posible que traigan consigo sueños afines al bienestar y el consumo. ¡Un espanto! ¿Y cuánto duran esas relaciones? ¿Cuánta felicidad descubren esas mujeres que caminan al lado de señores que no condicen en absoluto y, sin embargo, poseen una notable capacidad económica?

 

Puede darse que gusten de usted, aun sabiendo que no puede darle nada... Y eso es precisamente lo que debe buscar. Ese es el amor que vale la pena. Si ha decidido que usted es el tipo que le gusta, no trate de impresionarla. No saque nada de los bolsillos. No se desplace en fiestas ajenas, fingiendo lo que no es. No se meta en un crédito. No compre ramos de flores, alfajores, ni osos de peluches. ¡No mienta como enajenado y empiece a prometer macanas!

 

Lo ideal es encender una bengala luminosa y no ser tan ambiciosos con personas que apenas lo deslumbraron una noche. Es hora de revalorizar los pequeños amores y no subirse a cálculos erróneos, superficiales y que no se ajustan a la realidad Y que, para desgracia, se diluye a los 10 o 15 minutos.

 

Los amores imposibles, obsesivos o conflictivos son fantásticos para las novelas o chismes de las revistas, nunca a los efectos de la poesía. Y si no, ¿de qué sirve enamorarse y obtener un goce amargo? Nada peor que convertirse en esclavo de quien no lo ha encadenado.

 

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El amor establece dependencia. O nos arreglamos por nuestra cuenta o dependemos del otro. Si bien no alcanza con uno mismo, tampoco convirtamos al otro en centro de adoración. ¿Y entonces? ¿Cómo resuelven los juramentos nuestra relación con el otro?

 

Por un lado, el temor a lo sagrado. Las sociedades son fundadas en la cultura de santificarlo todo. De acuerdo a Thomas Hobbes, la creación de un influjo poderoso e incomprensible, limita los actos de irracionalidad y desobediencia. Y aunque en ocasiones surjan detalles administrativos, demorando los asuntos terrenales, la justicia divina resulta implacable.

 

Asimismo, el deseo de eternidad. La eternidad como alegoría, pues, ¿qué acredita a que un amor sea eterno? Es una pregunta que únicamente los inmortales estarían preparados a responder. De manera que se combinan dos emociones que ordenan al ser humano El miedo a infringir juramentos y una tendencia ilusoria a prometer lo imposible.   

 

El vínculo amoroso es una sensación maravillosa, pero nunca exclusivo. Creemos que nuestro amor es inaugural y, en consecuencia, incomparable al resto de los mortales. Y en el fondo advertimos una vulgaridad, porque le pasa a cualquiera. Aun así, nos debatimos en la dicha de compartir una vida y el temor a perderlo. He allí la presencia de una dolorosa certeza Saberse temporal, modificable, sustituible.

 

Claro que la pareja, la familia, los hijos, etc., son valores a cuidar. También pensar que siguen a su lado gracias a varios documentos firmados, no porque lo amen. Por eso el juramento amoroso se reescribe a diario, con la tinta de las acciones. 

 

En el bosque sagrado de Nemi estaba el santuario de Diana, siempre custodiado por un sacerdote.

 

La regla del santuario dictaba que dicho cargo no se ocupaba por elección, sucesión o descendencia. Para reemplazar al sacerdote había que matarlo, por eso iba armado, alerta a una agresión inminente. De modo que jamás dormía. La menor relajación o desatención durante la vigilancia o abandono de fuerzas le ponían en peligro. Ni hablar de la vejez Las primeras arrugas sellaban su sentencia de muerte. 

 

Sin embargo, existe otra versión. El santuario resguardaba un árbol cuyas ramas no podían romperse, salvo por un esclavo fugitivo. De lograrlo, accedía a un combate singular contra el sacerdote. Toda vez consiguiese matar al sacerdote, reinaría como rey del bosque de Nemi. No es necesario aclarar que la incertidumbre volvía a repetirse... Esperar que otro más fuerte y poderoso viniese a matarlo. 

 

Esta bella historia que regala James Frazer, no difiere a las fases amorosas. Un hombre comienza a reinar sobre el corazón de una mujer, hasta que advierte la amenaza de la sustitución.

 

Dado que el bosque de Nemi se presenta como un ideal eterno e inconmovible, en cambio, los amantes son asesinados y sustituidos. Frente a tremenda realidad, no hay marco legal, astrológico ni divino que valga.

 

¿Y qué nos queda? ¿Qué viviremos? Esa cosa tan preciosa y delicada que es el presente, el ápice vertiginoso del tiempo. Estamos aquí, nos gustamos y es lo único que importa. ¿Y qué sucederá mañana? No lo sé. Supongo no demasiado distinto a lo que sucede hoy. El hombre está reclinado hacia adelante. No es tan cierto que nos modificamos a cada  minuto. Somos pertinacia y contigüidad, hijos de lo que se mueve y seguirá moviéndose.

 

La angustia forma parte de nosotros. El no saber qué será de nosotros mañana resulta más preferible que tener los papeles al día.     

 

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La palabra es el rasgo central y determinante de la persona. Nos funda como especie, grupo social o nación de un país. Lo mismo las religiones a través de invocaciones e imprecaciones y creo que ahí asoma una pequeña trampa, porque si el castigo consiste en no respirar, ¿en qué afecta a un ser inmortal? Justamente, en el tiempo.

 

La responsabilidad se pone en juego en el momento que transcurre la existencia. Los demás compromisos, esos que hablan de eternidad, bueno, mejor acomodarlos al lado de los que son eternos. Pero hagámonos cargo de los actos sobre la Tierra, en el tiempo y el lugar que nos toca. Tener conciencia de ese valor. La conciencia de participar en este pequeño universo.

 

Antes uno daba su palabra y no había que irle a jurar a Dios y a la patria. De modo que la trampa del juramento es el carácter. Un juramento tiene sentido frente a uno mismo y la persona que consideramos definitiva. Póngale, los padres, los hijos, el amor de una vida. De lo contrario, es cartón pintado como tiende a ser la justicia en boca de los políticos.

 

Los juramentos son endebles porque todos mienten. La historia humana da sobradas muestras. En vez de asumir una actitud madura y tolerante, la gente insiste en ceñir los vínculos de un carácter sacrosanto y déjeme formular que lo sagrado es peligroso Especialmente en manos de los imbéciles. Por ejemplo, la bandera de un cuadro de fútbol agitada por un imbécil, termina matando o hiriendo a un inocente. O cuando en nombre de un dios, sus seguidores estrellan aviones contra centenares de personas.

 

Cerraré la charla en una mirada melancólica... ¿Recuerda ese juramento que decía, “Lo juro por mi vieja”? ¿Y qué significaba? ¿Qué si incumplía, la vieja caía redonda? “Que se muera ahora mismo”, enfatizaban los osados. En general, la gente suele morirse en otras circunstancias, no por faltar a un juramento.

 

Las personas comprenden que ciertos eventos precisan una gravedad y entonces instalan un clima de seriedad alrededor suyo. Imagínese asistir como invitado a un bautismo y observar al cura y al monaguillo codeándose con los padrinos y poniéndoles apodos a los familiares de la criatura. Es impensable. Pero no es una cuestión de mantener la compostura o fingirla, sino aceptar que la solemnidad está en decadencia.

 

Me parece que habría que sentarse a meditar acerca del efecto que produce la solemnidad. Tal vez por ese motivo haya perdido valor el juramento… Las cosas son menos solemnes y más vulgares.

 

Sabemos que el juramento es apenas una forma de la retórica, sin embargo, el juramento funciona cuanto mejor envuelto esté. De hecho, lo fascinante del juramento es la puesta en escena. La teatralidad y el dramatismo alrededor del suceso. ¿Qué es lo que pesa más? ¿Prometer una casa llena de hijos y prosperidad o prometer su compañía, en las buenas y en las malas? Las instituciones encargadas de moldear conductas y establecer la normalidad del universo establecen que conviene la primera opción. Incitan a preferir la comodidad, antes que el hallazgo de lo exótico.

 

El encanto del juramento está en el énfasis artístico, la retórica poética utilizada para embellecer una circunstancia amorosa. A lo mejor, los mirmidones embarcamos hacia Troya y nos enteramos que Helena era un fantasma, una ilusión, un concepto errado de nuestra mente. La verdadera Helena huyó con Menelao a Egipto. No importa. Hemos jurado a los dioses encontrar a la mujer más hermosa del mundo… Y el que jura, jura.

 

Quiero dedicar la publicación, justamente, a esas falsas Helenas de Troya que esperan ser rescatadas por falsos Aquiles de Peleo.  

 

Nacho

 

Miércoles 5 de febrero de 2025